lunes, 26 de octubre de 2020

Prompt 19: un buen samaritano

 —Bueno, pues para la semana que viene, ¿qué te parece si nos traes una lista con todos los pensamientos negativos automáticos que te vengan y los analizamos? Y así te podemos enseñar cómo manejarlos para que no te hagan tanto daño.

Carla asiente y sonríe con entusiasmo, a pesar de tener las mejillas mojadas de lágrimas y el maquillaje un poco corrido. 

Lara y yo nos quedamos un rato más después de que ella se haya ido, revisando las notas que tenemos y como proceder en su caso. Carla es una chica joven, estudiante de fisiología, que ha tenido la mala suerte de juntarse con muchos hombres como pareja sentimental que la han dejado con inseguridades y con una autoestima muy baja, aparte de un trastorno de ansiedad que lleva arrastrando varios meses.

No puedo evitar pensar que uno de esos chicos podría haber sido yo. 

Una vez que se ha ido nuestra última paciente de la tarde, Lara se despide de mi y yo me subo al coche, pero sigo dándole vueltas al tema.

Me pregunto vagamente donde estará mi padre, y luego me pregunto si yo estaría en el mismo sitio si hubiera seguido el mismo camino que él mismo me enseñó. 

Apenas llego a casa, me doy prisa en ducharme y cenar para poder irme a dormir temprano. Normalmente me cuesta horrores irme a la cama antes de las doce, pero desde que empecé este curso no soy capaz de aguantar despierto después de las once.

A la mañana siguiente, me arrastro fuera de la cama y me visto. Es un poco complicado manejar las prácticas del máster a la vez que el voluntariado en la fundación, pero uno de mis profesores lo propuso como opción el año pasado, y no pude parar de darle vueltas al asunto hasta que por fin me decidí a apuntarme.

Sé que todo lo estoy haciendo porque me gusta poder ayudar a gente que lo necesita, pero una voz en mi cabeza no para de repetirme día tras día que soy un fraude, que no debería estar allí por lo que hice en el pasado. También sé que no es la mejor manera de lidiar con ello, pero durante toda la mañana me obligo a no pensar en ello porque tengo que concentrarme en los usuarios que necesitan mi ayuda, no en mis propios traumas. 

Al salir, tan solo tengo que cruzar una calle y ya estoy en el restaurante donde había quedado con mi hermana. 

Cloe llega un par de minutos tarde, pero es un logro en comparación a lo que solía tardar antes. Me sonríe y hace el gesto de la paz con los dedos mientras se acerca.

—Hola, hermano, ¿qué tal tus pacientes?

Pongo una mueca. 

—Buenos días, hermana. ¿Por qué la formalidad? Qué grima. 

Ella solo se ríe, y empieza a contarme todas las cosas interesantes que está dando en su grado de microbiología.

Cuando éramos adolescentes, siempre me enfurecía su capacidad de ver el lado bueno de las cosas y reírse por todo. A pesar de todo lo que nos hacía mi padre, de la cantidad de cosas que nos perdimos por su culpa, ella siempre estaba alegre y sonriendo por cualquier cosa —al menos, cuando él no estaba delante.

Muchas veces le grité, le dije que era una inmadura y la insulté por lo que yo creía que era no ver la realidad. Ella nunca me dijo nada, solo se iba llorando y venía al rato para hacerme compañía. A pesar de ser la pequeña, en el fondo siempre ha sido mucho más adulta que yo. 

Por otra parte, eso también fue culpa de él. La obligó a madurar rápido, a hacer las tareas que hacía mamá antes de enfermar. Cloe apenas podía manejar el instituto y todas las tareas que él la imponía. Eso, sin contar que tenía que soportar a dos imbéciles que no paraban de gritar, pelear y romper cosas todo el rato que estaba en casa.

Fue ella la que me hizo ver la verdad, darme cuenta de que si no le ponía freno a aquello iba a terminar siendo como él. De hecho, había estado a punto de hacerle mucho daño a Cloe cuando me miró a los ojos, con la mirada más seria que le había visto en la vida, y me dijo: 

—Álvaro, esto no puede seguir así. Tú no eres así, y él te está transformando. No le dejes que te haga como él. O vas a un psicólogo o te juro que me voy de esta casa y no me vuelves a ver en tu puta vida.  

En cualquier otra ocasión, que ella me dijera eso solo habría servido para cabrearme aún más. En ese momento, algo en el tono de su voz, casi vacío de emoción, consiguió hacer que parara en seco.  Cloe no me lo había dicho enfadada, ni como un ataque. Pude escuchar la sinceridad claramente en su voz, y supe que no era un farol.

No podía perder a mi hermana. A pesar de que la había tratado fatal, ella era lo único bueno que tenía en esa vida de mierda.

Así que le hice caso. Fui a un psicólogo (a pesar de que fue ella quien lo tuvo que buscar porque yo no tenía ni idea), y después de varios meses saliendo de casa en secreto, pude ver lo que estaba pasando. Me dieron herramientas para mejorar, para manejar mucho mejor mis emociones, y para tratar a la gente como se debía. Y, lo mejor, para poder escapar de mi padre.

Desde entonces, decidí que quería ayudar a otros adolescentes que estuvieran pasando por lo mismo. Así que estudié todo lo que pude, a pesar de que tuve que esperar un año para poder entrar en la carrera de psicología porque mis notas habían dado pena, y lo había conseguido.

Cloe se mudó conmigo los primeros meses, justo después de que ella cumpliera los dieciocho. Cortamos contacto con mi padre por completo, nos mudamos a otra ciudad y le bloqueamos en todas partes para que no pudiera alcanzarnos. 

Durante mucho tiempo he estado pensando que no merezco estar donde estoy, ni haber conseguido todas las cosas que he conseguido. Que no debería tratar a gente, porque yo soy peor que lo que les está pasando a ellos en el fondo. 

Esos pensamientos cada día son más débiles, y cada vez les hago menos caso. Hacer esto se hizo mucho más fácil, curiosamente, desde que me di cuenta de que todos esos pensamientos resonaban en mi cabeza con la voz de mi padre. 

jueves, 22 de octubre de 2020

Prompt 18: la tierra como elemento

Nada más entrar al recinto, lo que más curioso me parece es el sol resplandeciente que hace. Normalmente, en estas circunstancias, parece lo lógico que el cielo esté nublado, grisáceo, oscuro. 

No tiene por qué, claro. De hecho, apenas son mediados de octubre y el sol calienta lo suficiente como para no pasar frío sin chaqueta. 

Todos andamos con paso lento, siguiendo el coche —un coche con un diseño horrendo, a mi parecer. ¿Qué más dará eso en este momento?, me reprocho a mí misma. 

Tampoco sé muy bien en qué ir pensando mientras caminamos entre las lápidas. Alguien por detrás comenta: «Mira, las de la derecha son blancas y las de la izquierda son grises». Me hace gracia darme cuenta de que no soy la única a la que le vienen pensamientos completamente aleatorios.

Por fin, el coche se para, y nosotros detrás de él. Estamos justo al fondo de todo el cementerio, y me da coraje. ¿No había ningún hueco antes? Me da la sensación de que le han relegado al final, al último hueco que hay en todo el recinto.

Hay cuatro hombres sobre un gran agujero abierto en la tierra. Los cuatro llevan uniformes, con pantalones de chándal azules y sudaderas a juego. Miran el coche expectantes, y ayudan a sacar el ataúd. Tardan un poco en colocarlo bien para poder bajarlo, y uno de los hombres grita al resto para que lo pongan correctamente. Me da la sensación de que no están procesando realmente lo que está pasando aquí, ya que esta es su rutina, su trabajo. No les importa de verdad. 

Me pregunto si lo que yo estoy sintiendo me asemeja más a ellos o al resto de familiares a mi alrededor. No siento culpa por no estar devastada: ya he trabajado en eso desde que me dieron la noticia, y sé que no puedo controlar lo que siento. Tiene sentido que no esté así; después de todo, el vínculo no era muy cercano, y él tampoco había sido una persona excepcionalmente buena en vida. Estoy triste por la pérdida y los buenos recuerdos, pero no estoy devastada. No me duele. 

El cura termina de dar su discurso. Unas palabras de consuelo a la familia que me parecen vacías. ¿Cómo sabes si lo que estás diciendo es verdad? Ni siquiera le conocías de nada. No sabes si Dios le ha llamado a su lado. Es más, si creyera en eso, no estoy segura de que fuera a ser Dios quien le llamara. 

Los hombres usan las dos cuerdas para bajar el ataúd al agujero. 

Y ahí empieza un ritual que me parece ridículo, incluso un poco cruel. No sé, quizás es bueno y soy yo que no lo entiendo. 

Los cuatro hombres cogen sus palas y empiezan a echar tierra. De forma rítmica, continuada y un poco robótica. 

Uno de ellos, el que está de espaldas a nosotros, se agacha y se ve que se le caen los pantalones. Se le ve un poco la raja del culo. Me dan ganas de gritarle algo, pero en su lugar me da la risa floja y mi hermano me da un codazo. 

Mi madre empieza a llorar, y me separo de mi hermano para ir con ella. Me gusta ver que mi padre tiene una mano en su hombro para consolarla, y los dos la rodeamos mientras llora. Todos estamos mirando en silencio a esos hombres desconocidos que echan tierra distraídamente sobre una caja cerrada y, de alguna manera, vacía. 

Lo peor empieza cuando los hombres empiezan a raspar las palas contra el cemento, para no dejarse nada de tierra fuera. El ruido que hacen cada vez que golpean el suelo, tan resonante y basto, me parece ofensivo. 

No entiendo por qué se hace esto. No entiendo qué se supone que va a ganar la gente viendo esto. Supongo que debe ser una especie de ritual para ser capaz de pasar página, de cerrar ese capítulo definitivamente, pero en ese momento no paro de pensar que debe de haber una manera mejor de hacerlo. Algo menos tosco. 

¿Hay algo que no estoy entendiendo? ¿De verdad estoy tan separada de ese momento que me estoy perdiendo algo fundamental, que estoy criticando o desaprobando algo que literalmente todo el mundo ve como bueno y necesario?

Mi padre le dice a mi madre que si se quiere ir. Ella responde que no, que aún sigue habiendo mucha gente de la familia allí, que está feo. Me hace preguntarme si realmente esto le está viniendo bien, o está soportando un mal trago solo por quedar bien frente a su familia. Una familia que, salvo un par de personas, no la han apoyado desde que se murieron mi abuela y mi tía. Es más, algunos incluso han hecho lo contrario. 

Yo no digo nada. Simplemente me quedo allí abrazada, disimulando una mueca cada vez que la pala choca contra el cemento, y pensando que por lo menos el sonido de la tierra cayendo sobre más tierra me parece agradable. Mirando el cielo despejado. Yo no sé de pájaros, pero me da la sensación de que pasa una paloma por encima de nosotros. Tampoco conozco muy bien la Biblia, pero me da la sensación de que eso debería ser una especie de símbolo de esperanza, un mensaje tranquilizador. Pero bueno, quizás es tan solo una paloma. Quizás ni siquiera es una paloma.

Por fin terminan de echar toda la tierra. Se han esmerado mucho, rascando el dichoso hormigón, y apenas queda un poco de polvo alrededor. 

—Hala, esto ya está —dice uno de los hombres. 

El cura se despide y nos da el pésame y nos desea mucho ánimo. Me parece un buen hombre, y le sonrío.

Los otros hombres se alejan en parejas. 

—Ya les dejamos —dice uno—. Pasen buen día. 

Ni «lo siento mucho», ni «ánimo», ni «les acompaño en el sentimiento». «Pasen buen día». De nuevo me da la sensación de que no procesan del todo lo que hacen. 

Y allí nos quedamos todos un rato más, mirando un montón de tierra removida que oculta lo último que queda de una persona. Mi prima se acerca y coloca mejor un centro de flores. Mi madre se seca los ojos sin apartar la mirada del dichoso montón de tierra. 

Me gustaría que no tuviéramos que hacer eso. Me gustaría que eso se hiciera sin nosotros, y pudiéramos venir a ver directamente una cruz, una lápida o el símbolo que mi madre y su hermano elijan para poner. 

Pero ya está hecho. 

Y al final nos vamos. Los pájaros siguen cantando, las flores siguen mirándonos con sus colores brillantes, y el sol sigue calentando nuestras cabezas, como si no hubiera pasado nada. Y allí se queda el montón de tierra. 


martes, 20 de octubre de 2020

Prompt 17: Día de la Madre

 —Al final vienes esta tarde, ¿no, Isabel?

Disimulé una mueca cuando escuché la pregunta de Ana y levanté la mirada de mi sándwich de jamón y queso.

—No, lo siento. Mi madre no me deja, y ya sabes cómo se pone.

Ana, junto con Laura y Maite me miraron con el ceño fruncido y las ya conocidas miradas de desaprobación.

Siempre era la misma historia: ellas hacían un plan normal, divertido, pero yo nunca podía ir. No pasaba nada el año pasado, pero ya estábamos en segundo de la ESO, y cada día me daba más cuenta de lo mucho que eso estaba molestándolas. Si esto seguía así, las perdería, y eran mis únicas amigas.

Miré alrededor de nuevo, más como un acto reflejo que otra cosa, casi esperando ver a mi madre cruzar la esquina para ver cómo iba. No era lo usual, pero pasaba de vez en cuando, y no quería que me escuchara hablar de esto con ellas. Siempre se enfadaba mucho cuando mis amigas hacían planes que a ella le parecían peligrosos.

—Isa, ¡esto es ridículo! —Ana casi gritó y la miré con los ojos muy abiertos— Vamos a ir a dar una vuelta a un parque, y te hemos dicho que va a ser al lado de tu casa.

—Ya tienes casi catorce años —añadió Maite—, ya es hora de que te dejen salir de casa un viernes por la tarde.

Suspiré y sentí cómo los ojos se me llenaban de lágrimas.

—Si ya lo sé, y yo quiero ir. Pero no me deja.

—¿Se lo has preguntado acaso? —Ana era la que más enfadada se ponía cada vez que pasaba algo así… lo cual, por desgracia, era casi cada semana.

—¡Claro que se lo he preguntado! —repliqué, con las lágrimas saltándose de mis ojos— Pero ha dicho que no, y no me puedo escapar.

—¿Por qué te ha dicho que no?

—No lo sé. Solo dijo “porque no”, y le pregunté mil veces. Luego se enfadó y amenazó con quitarme el móvil.

Ana bufó.

—¿Qué más da? Para lo que puede hacer ese móvil viejo…

Miré al suelo, avergonzada. Era el primer móvil que tenía, y me gustaba bastante. No era un smartphone como el de mis amigas sino un teléfono antiguo de mi madre, que me había dejado para poder mandarme mensajes a lo largo de la mañana para ver cómo iba. No tenía internet, y le había desinstalado los juegos para que no me distrajera y no hiciera los deberes.

Sin embargo, era mi única manera de poder hablar con ellas. Les había pasado mi número a escondidas. Tenían que llamar ellas, porque sino mi madre se enfadaría si le llegaba la factura de llamadas, pero aún así lo sentía como mi única manera de conectar con el exterior.

 

En el camino a casa después del instituto, mi madre iba hablando sobre lo que había hecho esa mañana, y sobre cuánto me había echado de menos. Siempre se aseguraba de decírmelo cada vez que me iba a algún sitio. A una parte de mí le gustaba, pero a otra parte le daba una sensación extraña que normalmente intentaba ignorar.

—¿Qué te pasa? —me reprochó mi madre nada más entrar en casa.

—Nada.

Cerró la puerta de un portazo, y me sobresalté.

—¡No me mientas! Casi no has hablado en todo el camino. ¿Qué pasa? ¿Esas amigas tuyas te han dicho algo? ¿Te han molestado? ¿Alguien te ha pegado? ¿Te ha dicho algo algún profesor?

Esa ráfaga de preguntas me dejó confusa un momento.

—¿De dónde te has sacado todo eso? —no pude evitar preguntar, con tono confuso.

Mi madre había pasado de venir contenta todo el camino a estar roja de enfado. Era una de las cosas que más miedo me daban: los cambios de humor repentinos. Nunca sabía qué podría hacerle enfadar, porque a veces eran cosas que no entendía o cosas que otras veces no la hacían enfadar. Siempre tenía que ir con cuidado de cómo decirlo todo.

—Así que es verdad. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? —recriminó— Te tengo dicho que me llames si pasa algo en el instituto e iré a buscarte.

—No, no es eso, mamá —repliqué rápidamente—. No pasa nada, de verdad.

Ella echó a andar con pasos fuertes hacia el salón, donde se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Yo la miré desde la entradita, insegura de qué era lo que había hecho mal esa vez.

—¿Qué haces? Vamos, quítate la chaqueta, que tienes cosas que hacer. Venga, dímelo, ¿qué te pasa?

Suspiré frustrada.

—Que no me pasa nada, mamá.

Mi madre entrecerró los ojos hacia mí y se acercó.

—Isabel…

Di un paso rápido hacia atrás.

—¡De verdad! Es solo que… he estado pensando… mis amigas van a estar un rato en el parque hoy, y me gustaría ir un ratito con ellas.

—Isabel, ya hemos hablado de esto —me agarró del brazo—. Eres muy pequeña como para salir sola por aquí, te puede pasar cualquier cosa. Esas amigas tuyas están muy descuidadas por sus padres, pero tú no. Lo hago por tu bien.

—Mamá, ya tengo casi catorce años…

—¡¿Y qué?! Eres muy pequeña como para estar por ahí.

—¡Es el parque de al lado, lo puedes hasta ver por la ventana si quieres!

—¡Te he dicho que no! No vas a salir sola aún, y punto. Ahora ve a lavarte las manos para que podamos comer.

Cuando llegué a la cocina, mi madre me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Yo estaba muy enfadada con ella porque nunca me explicaba el por qué de nada, pero aún así fingí una sonrisa y le devolví el abrazo. Si no lo hacía, se volvería a enfadar y me diría que no tenía derecho a cabrearme con ella, porque la que estaba equivocada era yo.


A eso de las seis de la tarde estaba en el salón con mi madre viendo la serie que veíamos todas las tardes después de hacer los deberes. Ella insistía en hacer cosas las dos juntas. En cierto modo, me gustaba que mi madre pasara tiempo conmigo. Lo que no me gustaba era que, aunque a veces me apeteciera hacer otra cosa, ella se enfadaría si se lo decía.

Entonces llamaron al teléfono. Me quedé paralizada en el sofá al reconocer el sonido de mi móvil en la mesa.

—Uy, ¿quién te llama ahora?  —mi madre se incorporó para cogerlo. Quise decirle que no, que era para mí, pero eso no le gustaría — ¿Sí? ¿Cómo? ¿Para Isabel? ¿Quién eres?

Podía escuchar a Laura al otro lado del teléfono, con esa voz tímida pero segura que solía poner al hablar con los profesores en clase, pero no distinguí lo que dijo.

—Pues es que está ocupada. No, no puede salir. ¿Qué por qué? Pues porque no. No lo tienes que entender, soy su madre y digo que no y punto. No, no puedes hablar con ella, estamos ocupadas. Adiós.

Miré a mi madre con la boca abierta, horrorizada. ¿Cómo había podido ser así de borde con Laura? No me lo podía creer. Ahora Laura no querría saber nada de mí, y quizás las demás tampoco.

—¡¿Por qué has hecho eso?! —chillé, apartándome de ella en el sofá.

El guantazo en el brazo me pilló de sorpresa, y siseé de dolor.

—¡No me grites! Le he dicho eso porque es la verdad, y esa niña es una impertinente. No quiero que vuelvas a hablar con ella, no te va a hacer bien.

—Mamá, no puedo dejar de hablar con ella, ¡es mi amiga!

—Como si es el Papa. Mañana mismo le dices que dejas de ser su amiga.

—No voy a hacer eso.

No fue lo correcto que decir. Sentí otro golpe en el brazo antes que verlo.

—Sí lo vas a hacer. Es más, lo vas a hacer también con el resto. Estoy harta de en lo que te estás convirtiendo desde que las conoces. Antes no me respondías así, y esas niñas solo saben salir por ahí y ponerse en peligro. No voy a dejar que también te pongan en peligro a ti.

—¡Mamá, no se ponen en peligro! ¡Solo comen pipas en un banco y hablan de chicos!

—¡De chicos! ¿Qué chicos? Sois muy pequeñas para hablar de esas cosas. Tú no habrás estado con ningún chico, ¿no?

—¡Claro que no! —no fue una mentira. Nunca me habían interesado los chicos en lo mas mínimo. Mis amigas me parecían mucho más interesantes.

—Como me entere de que me mientes…

—¿Por qué te iba a mentir?

—Es igual. Mañana quiero que te despidas de ellas. He estado mirando información en internet, y a partir del mes que viene te voy a educar en casa.

El silencio dentro de mi cabeza era atronador. Me costó un buen rato procesar lo que acababa de decir.

—¿Qué? —salió en apenas un susurro.

—Lo que has oído. Es muy peligroso ese instituto, y todos los demás. Eres muy pequeña para estar con tanta gente que podría hacer algo malo. ¿Sabes la de adolescentes que se suicidan por sufrir bullying en las clases? ¿O la de adolescentes que se meten en las drogas porque sus amigos les convencen? —su madre negó con la cabeza y chasqueó la lengua— No, no. Tú no vas a ser de esas. Te voy a educar aquí en casa, donde puedes estar segura. Me he informado de todo, no te va a faltar de nada.

Las lágrimas habían empezado a escapar de mis ojos en algún momento, pero no sabía ni cuándo. Ir al instituto era el único momento en el que podía estar con más gente aparte de ella. El resto del tiempo estaba en casa con ella, o la acompañaba a todos los sitios donde tenía que ir (ya que quedarme en casa sola era muy peligroso). Era el único momento en el que podía hablar con mis amigas sin pensar que mi madre me estaba escuchando.

Y ahora me lo iba a quitar.

—No…

Ella frunció el ceño.

—¿No, qué?

—Por favor, por favor —supliqué, juntando las palmas de las manos—, no hagas eso. Déjame seguir en clase con mis amigos. Déjame seguir en el instituto.

Mi madre puso cara de pena y me cogió de los brazos, forzándome a abrazarla.

—Ay, cielo —me acarició el pelo—. Es lo mejor para ti. Eres muy joven, y no es seguro.

—Pero todo el mundo va, y a nadie le pasa nada.

—Nunca pasa nada, hasta que pasa.

Esa frase. Esa dichosa frase. Me la había dicho desde que tenía uso de razón, tantas veces que prácticamente la llevaba tatuada en la frente para ese momento. La escuchaba por la calle, la escuchaba cuando cerraba la puerta de mi cuarto, la escuchaba cuando me metía en internet en su ordenador para hacer algún trabajo. La escuchaba hasta en mis pesadillas.

—No quiero…

—Ya sé que no te hace gracia la idea, cariño. Pero verás como en seguida te acostumbras al cambio e incluso te gusta más. ¿Quién te va a conocer mejor que yo? Te enseñaré para que aprendas mejor, para que memorices mejor y para que seas más lista que todos ellos. Eres mi niña, y no quiero que te pase nada. Te quiero. Por eso hago todo lo que hago, aunque ahora no lo entiendas. Lo hago para protegerte.

domingo, 18 de octubre de 2020

Prompt 16: un intercambio de libros

Nunca me habían gustado los pueblos. Soy una persona de ciudad, y quizás un poco demasiado acomodado. No me gustan los bichos, ni tener que ir al pueblo de al lado a comprar, ni levantarme pronto cuando pasa la furgoneta que trae el pan y la bollería. 

Cuando falleció mi tía abuela hace unas semanas, apenas un par de años después de mi tío abuelo, nos enteramos de que le había dejado la casa en herencia a su hijo y a sus dos sobrinos (uno de ellos, mi padre). Así que aquí estamos los tres primos, cada uno hijo de los que han heredado, ayudando a nuestros padres a vaciar la casa de todas las pertenencias y arreglarla para poder venderla. 

Llevamos viniendo un par de semanas, pero hay tantas cosas que probablemente tengamos que seguir viniendo varias veces más. Lo peor es que solo tenemos tres semanas más antes de que lleguen los del seguro a hacer las obras y la casa deje de ser nuestra. 

—Toma, Carlos —mi prima Silvia me tiende una caja llena a rebosar con telas y demás cosas que no sé ni qué son—, otra caja.

Hoy me ha tocado ser el que lleva las cajas de basura al contenedor, que está a la otra punta de la manzana. Lo malo no es eso, sino la cantidad de cajas que hay que llevar y el poco tiempo que tenemos. 

Si hubiera podido elegir, no hubiera venido. Pero mi padre lleva un tiempo mal de la espalda, y le están empezando a doler mucho las rodillas, y sabía que iba a pasarse si no venía a ayudarle. Así que aquí estoy, intentando no tener un ceño fruncido permanente, a pesar de que mi cerebro no para de decirme que debería irme corriendo. 

Durante los cuatro días que hemos venido, me ha tocado vaciar armarios, montar cajas, meter cosas en los coches, sacar la basura, y matar a varios insectos ridículamente grandes que también se tenían que despedir del que había sido su hogar.

Lo peor no es eso, sino que, cuando vuelvo a casa, tengo que seguir trabajando todos los días. Acabo de empezar un nuevo trabajo bastante competitivo, lo cual quiere decir que cada día hay muchas cosas que aprender para ponerme al día a tiempo. Noto mi organismo demasiado activado, todo el rato, y aún me quedan varias semanas más antes de poder recuperar mis fines de semana.

—Nos vamos a ir a tomar algo para descansar —dice mi tío cuando vuelvo de tirar la basura por la que me parece la centésima vez ese día—, ¿te apetece venir?

Pretendo pensármelo un rato, pero en el fondo ya sé la respuesta.

—No, creo que no. Me apetece dar una vuelta por el pueblo.

Él me mira algo extrañado pero asiente, y poco después me quedo completamente solo en ese pueblo que dice ser mío pero me parece más un pequeño laberinto de casas parecidas y ojos que miran tras las ventanas. 

No tardo mucho en encontrar un sitio que me gusta. Es un pequeño parque con arbolitos y un banco a las afueras del pueblo, detrás de unas casas bajas. No parece pasar mucha gente, y hay un riachuelo a unos metros de mí con varias ranas que cantan desafinadas.

De mi pequeña mochila, saco mis dos placeres: un libro y un paquete de tabaco. No suelo fumar, pero estoy tan estresado que me parece el momento oportuno. 

Y así me quedo durante lo que apenas me parecen diez minutos, leyendo El Lazarillo de Tormes y fumando, cuando me empieza a sonar el teléfono. Es mi padre, y hay que volver al trabajo. Suspiro, piso el cigarro y me voy. 

No es hasta esa noche que me doy cuenta de que me olvidé el libro en el banco. Me siento estúpido, mirando el techo de la antigua cama, esperando que no me lo hayan quitado. Ya lo he leído varias veces, pero aún así me sentaría muy mal perderlo por tal tontería. 

Al día siguiente, la misma historia: sacar cosas de arcones, ver si nos sirve. Guardar lo que queramos, tirar lo que no. Repetir el proceso. Una, y otra, y otra vez, con los dos hermanos y el primo discutiendo de fondo por cualquier tontería, intentando que sus respectivos hijos se pongan de su lado. 

Para las seis de la tarde, tengo las orejas como un bombo y ganas de golpear una pared. Llevo todo el día mordiéndome la lengua para no gritarles a todos que se callen e irme de allí. Ellos vuelven a ir al bar a tomar algo, y yo vuelvo a ir a mi sitio, esta vez sin libro, para intentar relajarme un poco y aguantar lo que queda de día. 

Suelto una respiración pesada cuando, al llegar, veo la silueta de mi libro sobre el banco. Sonrío hasta que me doy cuenta de que hay algo que no cuadra: el color de la tapa era verde, no azul. ¿Qué libro es ese? Miro a mi alrededor, esperando ver a alguien por allí que se haya olvidado su libro al igual que yo, pero no.

Me siento, frustrado, y ojeo el nuevo tomo de soslayo. Me han robado mi libro, se merecen que me quede ese. O, por lo menos, que le eche un ojo para pasar el rato. Es un libro de Stephen King, con las páginas muy dobladas y claramente usado.

Justo cuando lo abro, un papel se cae al suelo.

—Mierda, el marcapáginas —odio cuando la gente mira mis libros y me lo descoloca, y me siento mal por habérselo hecho yo a alguien.

Cuando lo recojo, veo que hay una nota: 

No me suelen gustar mucho los clásicos, pero tengo que admitir que El Lazarillo tiene algo enternecedor, ¿verdad? Espero que me perdones, pero me encontré tu libro y no pude dejar a medias la historia. A cambio, te dejo uno de mis libros favoritos. Espero que te enganche.

Parpadeo varias veces, intentando procesar lo que estoy viendo, y siento una especie de emoción en la boca del estómago que consigue disipar gran parte de la ansiedad que acarreo desde ayer. Mientras leo el misterio que se va formando entre las páginas, incluso me doy cuenta de que estoy sonriendo. 

No sé quién es la persona que me lo ha dejado, pero me apetece devolver el favor, seguir con este juego que ha empezado. Luego me doy cuenta de que no tengo ningún otro libro. Por suerte, me había encontrado un pequeño boli al recoger un cajón en la casa, así que puedo responder a la persona misteriosa, con otra nota al reverso de la primera.

A mí no me gusta lo paranormal, pero alguien me quitó mi lectura y no me queda más remedio que entretenerme con esto. Quién sabe, quizás cambie mi opinión al respecto; vi la película de It hace unas semanas y fue entretenida. 

No tengo más libros que dejarte esta semana. No sé si vives aquí o si solo estabas de paso, pero, si vuelves el sábado que viene, te traeré otro clásico que me parece más divertido. 

Gracias por esto.


Para mi sorpresa, hay otro libro con otra nota cuando vuelvo a ese sitio el fin de semana siguiente. Es uno de Agatha Christie, que de primeras me gusta un poco más que el de Stephen King. Yo, a cambio, le dejo mi ejemplar magullado de La Celestina.

Y así seguimos durante un par de semanas más. Cada día, hay un libro nuevo en el banco, pero nunca veo a nadie llegar. No puedo evitar preguntarme cómo será mi compañera (o compañero) de intercambio. ¿Vivirá allí o estará solo durante una temporada? ¿Estará visitando a alguien? ¿Qué le había llevado a empezar eso? ¿Me estaría vigilando de alguna manera para saber cuándo dejar los libros cuando no estaba yo?

Según se acerca el fin de semana, me voy sintiendo más y más angustiado por el prospecto de que este pequeño juego se acabe sin más. Es domingo, y el último día que vamos a pasar en el pueblo. Ya hemos recogido toda la ropa de cama y la cubertería, y las pocas cosas que quedaban por ahí. Hemos desmontado los muebles y los hemos sacado, o se los hemos dado a algún vecino que parecía interesado en quedárselos. Cada persona que pasa, o cada persona que me mira, me hace preguntarme si será la que está dándome libros. Si sabrá quién soy, o si está tan perdida en este misterio. 

Cuando llego al banco esa última tarde, me encuentro con un ejemplar del Quijote y frunzo el ceño ante la atípica elección. ¿Por qué ha cambiado la dinámica? Todo queda explicado cuando leo la nota:

Ha sido un placer poder hacer esto contigo. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien jugando a algo, y mucho menos algo tan gratificante como leer. 

Sé lo que estás pensando: El Quijote no es una novela de misterio, ¿qué hace? Verás, sé que esta es una despedida, y me pareció apropiado regalártelo. Este fue el primer libro que me pude comprar cuando era joven. Además, todo el mundo conoce la historia de Don Quijote de la Mancha. Da igual que Cervantes lleve siglos muerto, y da igual el idioma. Todos se acuerdan, y me gusta pensar que tú también te acordarás de mí cuando veas los libros que te he regalado. 

Gracias, y buen viaje.

La vuelta a casa es amarga. Le dejé otra nota con otro libro, pero está claro que aquello era una despedida. 

Nada más entrar a la casa a recoger las últimas cosas, me paro a mirar el libro: es una edición muy vieja, con las páginas amarillentas y algo roídas por los bordes; el dibujo emborronado en la portada y el lomo magullado y casi desecho. Está claro que alguien había querido mucho a aquel libro, y ahora es mío. 

—¿De dónde has sacado eso? Llevaba meses buscándolo.

Levanto la cabeza para mirar a mi tío.

—¿Qué? 

Él señala mis manos con la cabeza.

—El libro. Era de mi madre. Se lo quise llevar al hospital la última semana, pero no lo encontraba por ninguna parte. 

Sentí que se me helaba la sangre en las venas. 

—¿Esto era de la tía? —mi voz subió una octava, y carraspeé para borrar el horror. 

No podía ser. Debía ser una casualidad, o alguien que le había robado el libro sin querer y me había gastado una broma, o…

—Sí, era su libro favorito. Los últimos años le encantaban las historias de misterio y de terror, pero ese fue su primer libro. Me contó la historia de cómo se lo compró en una librería de un pueblo cercano cuando apenas tenía catorce años —soltó una pequeña carcajada triste—. No sé ni cuántas veces la habré escuchado. ¿Estaba en una de las cajas de la habitación grande?

No podía articular palabra. Esa era la misma historia que me había contado mi compañera de intercambios. Era la misma elección de libros que me había estado dejando. 

Debería estar aterrado. Debería querer lanzar el libro por los aires, justo con el resto que recibí, o quemarlos todos. 

Sin embargo, no es terror lo que siento en este momento al mirar la tapa gastada y dañada. Lo que siento es una calidez, como si la persona hubiera puesto un pedazo de su alma en cada una de sus lecturas. Como si me quisiera acompañar en cada uno de sus regalos. 

Así que no lo tiro, ni se lo doy a mi tío, ni le cuento todo lo que ha pasado. En lugar de eso, simplemente pregunto:

—¿Te importa si me lo quedo? Creo que a la tía le hubiera gustado que lo leyera. 


viernes, 16 de octubre de 2020

Prompt 15: Última frase obligatoria

Que seas consciente de que va a pasar algo no quiere decir que estés preparado para ello. 

Cuando hace cientos o incluso miles de generaciones nuestros científicos avisaron de que la vida de nuestra estrella llegaba a su fin, muchos de nuestros antepasados no quisieron perder tiempo pensando en ello. Quedaban tantos años para eso que parecía inútil pensarlo en ese momento. 

Incluso cuando hace tan solo algunos cientos de generaciones el sol empezó a calentarse más y más (empezaba a quedarse sin reservas de hidrógeno), nuestros ancestros seguían sin creerse que ese iba a ser nuestro fin. Después de todo, habíamos superado varios desastres nucleares, varias pandemias mortales, e incluso algunos calentamientos globales. Si hasta habíamos sido capaces de desviar de su órbita varios meteoritos que podrían haber terminado con la vida en la Tierra.  

Habíamos superado tanto como especie, que nadie podía pensar que fuera algo tan orgánico como la muerte de nuestra estrella lo que terminaría con la vida en la Tierra. 

Por supuesto, la jerarquía social seguía en el mismo sitio de siempre. Era una constante en nuestra sociedad. Y era por eso que los más ricos del planeta habían sido capaces de abandonarlo en naves hacía décadas, cuando la temperatura del Sol acababa de comenzar a subir, y los niveles de agua comenzaron a bajar. 

—¡Nadia, vámonos o no vamos a llegar! 

—¡¡No encuentro mi dichoso pasaporte!! 

Me giré hacia mis dos mejores amigos. Estaban sudando, y su piel estaba muy tostada por el calor y la radiación de nuestra estrella moribunda. 

Los gobiernos habían puesto en marcha un sistema para poder escapar del planeta. Los ancianos y niños, al ser más débiles, se fueron los primeros; después, la gente de mediana edad. La gente joven, los que teníamos más posibilidades de sobrevivir, fuimos relegados al final con instrucciones muy estrictas para poder salir de aquí en naves más baratas. 

Y mis amigos no encontraban su dichoso pasaporte. 

Era lo único que nos permitía salir de allí, una forma de hacer un enfermo cribado social. 

Escuché a Pablo toser a mi lado. Su garganta estaba permanentemente seca, y se había vuelto asmático en los últimos meses. Puede que los jóvenes tuviéramos más posibilidades, pero eso no quería decir que fuéramos inmortales. Ya habíamos perdido a María hacía unas semanas, de una fiebre que nunca bajó, y temía que Pablo no pudiera superar lo que fuera que se le había agarrado a los pulmones.

—¡Ya está! 

Nadia salió corriendo de la casa, seguida de cerca por un Raúl con el ceño fruncido. Ambos llevaban unas maletas pequeñas, grises, exactamente iguales a la que llevaba yo. Era el único equipaje que se nos permitía llevar. 

Nos metimos en nuestro coche, con los nervios a flor de piel, y me dediqué a mirar por la ventana. Los cristales tintados obligatorios (tanto de las ventanas como de las gafas de sol homologadas) dejaban ver una bola masiva en el cielo, que se me antojó más rojizo que nunca. 

Esperé escuchar el clic del motor del coche, pero tan solo sonó un chillido, como un bufido enfadado del motor. Mi cabeza se giró hacia Nadia. La vi girar la llave una y otra vez, sin resultado, como si aquello fuera una especie de pesadilla. Me costó un rato escuchar que estaba diciendo “no, no, no” como una plegaria. 

—¿Nadia? —pregunté, esperando que fuera alguna broma. 

—No me jodas —susurró Raúl.

El pobre Pablo tuvo un ataque de tos y le dio una arcada. 

Mi mente empezó a pensar con rapidez, y miré el reloj. Quedaba una hora y cuarto para que despegara nuestra nave, junto con otras doscientas en todo el planeta. 

Las últimas naves. 

Vamos a llegar. 

—Vamos —dije, abriendo la puerta del coche.

—¿Elena? —Pablo me miró con confusión en sus ojos turbios. 

—No funciona —constaté, lo más calmada que pude—, y probablemente no va a funcionar por mucho que nos quedemos. Está muerto. Tenemos que buscar otro coche, o echar a andar ya, o no vamos a llegar. 

—No podemos llegar andando —replicó Raúl, pero salió del coche—, está demasiado lejos. Tendríamos que correr todo el camino, pero no podemos —no pudo evitar que su mirada fuera a Pablo en la última frase. 

—Elena tiene razón —Nadia salió también, con determinación en sus ojos—, tenemos que avanzar.

Y así hicimos durante otros quince minutos, esperando que apareciera algún otro vehículo, cualquiera, que pudiera recogernos y llevarnos hasta la nave. 

—¡Allí! ¡Alguien viene! —Nadia casi saltó de la emoción, levantando una nube de polvo a su alrededor.

Todos nos giramos y nos quedamos mirando a la carretera, por donde venía un pequeño coche que hacía demasiado ruido como para estar en buen estado. Todos empezamos a saltar y a gritar, haciendo gestos con las manos para que el conductor parara. 

El conductor no solo nos esquivó, sino que aceleró aún más y nos sacó el dedo por la ventanilla. 

Sin poder evitarlo, empecé a llorar, pero nos forzamos a seguir caminando. Pasaron otros diez minutos antes de que Pablo empezara a toser de nuevo, tanto que se dobló en dos y vomitó junto al arcén. 

—Tenéis que seguir sin mí —dijo cuando por fin pudo respirar. 

—¿Perdona? —respondimos todos a coro.

—Lo que habéis oído —era curioso; las últimas semanas, Pablo había parecido muy decaído, con los ojos vacíos y la voz temblorosa, pero en ese momento estaba erguido y su voz no tembló ni un momento—. Si seguimos andando, vamos a quedarnos los cuatro en tierra. Si echáis a correr, podréis llegar antes de que cierren las puertas. 

Discutí durante varios minutos, tanto como todos los demás, pero mi corazón se estaba partiendo en mi interior. Sabía que Pablo tenía razón, nunca llegaríamos con él. Y, si estuviera en su lugar, sabía que querría que el resto pudieran sobrevivir. 

Cuando nos despedimos, entre lágrimas y abrazos, no miré atrás. Por suerte, el dolor de tener que correr fue tan grande, que tampoco pude pensar demasiado en ello. Guardé todo mi dolor y culpa en una cajita pequeña, que abriría una vez que estuviéramos en el aire. 

Para cuando vimos la nave de fondo, con la enorme fila de gente disminuyendo más y más según entraba, tenía la sensación de que mis pulmones iban a estallarme en el pecho. Nadia se había tenido que parar a vomitar después de los primeros diez minutos de sprint, pero ya lo habíamos conseguido.

Una sonrisa se abrió paso en mi cara cuando me di cuenta de que tan solo nos quedaban un puñado de minutos. Lo habíamos logrado. Habíamos llegado. Estábamos salvados, y en unos años podría ver de nuevo a mis padres y a mis dos hermanas pequeñas. 

Estaba tan concentrada, tan distraída por mi propia esperanza, que por eso no vi la sombra de las tres personas que estaban agazapadas tras una esquina, apenas un par de calles antes de la entrada al recinto de la nave. 

Eran tres hombres, con los ojos amarillentos y la ropa negra repleta de polvo. Uno tenía una pistola; los otros dos, cada uno un cuchillo.

No, no, no, no.

—No, no, no —escuché a Nadia repetir a mi lado, en un susurro agónico. 

—Lo siento, chavales —dijo uno de los que tenían cuchillos—. Hasta aquí llega vuestro viaje. Pasaportes. 

—No. 

El de la pistola puso los ojos en blanco.

—O nos los dais y seguís viviendo, u os matamos y nos los quedamos igual.

—¡Tienen nuestras fotos, no sirve de nada! —gritó Nadia en un tono estridente. 

El otro se encogió de hombros.

—Seguro que nos las apañaremos. Dádnoslos. 

El gobierno nos había jurado y perjurado que mandarían naves de repuesto, que las pondrían en marcha para los rezagados y los que no habían llegado a tiempo. Casi todo el mundo creía que era tan solo una mentira para tranquilizar a la población, pero en ese momento era en lo único en lo que podía pensar.

Yo fui la primera en sacar el pasaporte de mi bolsillo y lanzarlo a sus pies. Después fue Raúl. Por último, después de que uno de los otros diera un paso amenazante hacia ella, Nadia. 

Los tres nos miramos, y nuestros ojos solo reflejaban la derrota y la desesperanza. Lo último que se pierde es la esperanza, pero en ese momento parecía un consuelo de mierda.

Miré tras las gafas de sol, que se me caían por el sudor, a nuestra estrella. La que sería nuestro final. La que nos había arrebatado todo. 

¿Era más grande desde la última vez que la había mirado? ¿Cuánto tiempo nos quedaría antes de morir por deshidratación? 

Eran preguntas tontas, y no perdí mucho tiempo en pensar en ellas. Después de todo, no había nada más que pudiéramos hacer. 



jueves, 15 de octubre de 2020

Prompt 14: Una guerrera que quiere cambiar de vida

Xeila no podía aguantar ni un solo día más en el instituto. Todo había ido a peor en los últimos meses, pero esa humillación solo había sido la gota que colmó el vaso. 

Ya sabía que era buena con los cuchillos; para eso la habían entrenado desde que era capaz de hacer pinza con los dedos. 

También sabía que tenía la mentalidad perfecta para la lucha, porque se crecía bajo presión. 

Todas sus compañeras del instituto la admiraban y querían ser como ella o estar con ella. Todos sus compañeros la miraban con el respeto que se había ganado después de tener que patearles y ganárselo a pulso. 

Pero eso no quería decir que eso fuera lo único para lo que valía. Ella tenía mucho más que dar al mundo que las estúpidas peleas que no creaban nada, tan solo destruían.

Era eso mismo lo que le había dicho a Lucía.

Lucy. La preciosa y maldita Lucía. Siempre habían tenido una competición entre ellas. Xeila había cometido el error de pensar que había más que esa sana competición, que se habían unido tras años y años de compartir y pelearse por el podio; que se habían convertido en amigas. Que Lucy incluso la miraba con algo más que amistad durante esos últimos meses que habían estado saliendo. 

Quizás por eso no se esperó la puñalada. Resultaba que era buena en esquivar las físicas, pero no tanto las metafóricas. 

—No lo dices en serio —se quedó frente a Lucía con las manos apretadas en puños y los ojos anegados en lágrimas.

Lucía la miró con el ceño fruncido y confusión en sus bonitos ojos oscuros. 

—No te lo tomes así, Xeila. Has nacido para esta vida.

—No he nacido para nada. He nacido para hacer lo que quiera, y para tomar mis propias decisiones. Y eso es lo que voy a hacer, contigo o sin ti.

Lucía bufó y puso los ojos en blanco.

—No me puedo creer que pensaras que iba a querer estar contigo si te vas del instituto. A ser cocinera, además —dijo la palabra como si fuera lo más asqueroso que había oído.

Pero eso no era lo que más daño le hizo a Xeila.

—Entonces, ¿por qué?

—¿Qué?

—¿Por qué querías estar conmigo, si no es por mi? Ya te he dicho que yo no soy la lucha. Yo soy mi propia persona, y me vas a descartar como si los últimos ocho meses no hubieran sido nada.

—Xeila... Estoy contigo porque... Porque tiene sentido. Somos las mejores, hacemos el mejor equipo, nos compenetramos en combate y en la vida. ¿Qué más quieres?

—¿Que qué más quiero? ¡Que me quieras por lo que soy, no porque tiene puto sentido! No soy una medallita de la que presumir, soy tu novia. Bueno, o era —añadió con una carcajada sardónica.

Se hizo un silencio tenso. Las dos se miraron a los ojos y se dijeron todas las acusaciones y plegarias que no se atrevían a vocalizar. Fue Lucía la primera que apartó la mirada con desdén.

—Sigo pensando que estás cometiendo un gran error. Tienes un gran futuro en la escuela, y lo que estás planeando hacer hará que lo pierdas todo. No es algo de lo que te puedas arrepentir y volver en un par de meses, Xe.

—Me alegro, porque no pretendía volver. 

Alejarse de la persona que creía haber querido más que a nadie fue lo más duro que había hecho hasta la fecha. Más que los entrenamientos a las seis de la mañana en los meses de invierno, y más que aquella vez que se rompió las costillas cuando tenía trece años en un movimiento mal ejecutado y tuvo que estar varios meses en cama. 

Y, sobre todo, supo que había tomado la decisión correcta cuando se dio cuenta de que le dolió más dejar a su novia que a ese dichoso instituto del demonio. 

Ya había pasado la mayoría de edad hacía unos meses. Es más, había estado a medio curso de graduarse por fin en la escuela y poder dedicar el resto de su vida a proteger y luchar por los ciudadanos de su sociedad y por sus compañeros. El fin le parecía honorable, pero los medios...

Los estudiantes podían tener contacto con el exterior mientras estudiaban allí. No era lo normal, por todo el tiempo que consumían sus prácticas, pero tampoco era rarísimo. Así fue como había conocido a Chema, que era un estudiante de cocina. Se habían conocido una noche de fiesta, poco después de que Xeila empezara a salir con Lucía. Chema había intentado ligar con ella, pero cuando le había dicho que tenía pareja, él había seguido queriendo charlar con ella y se habían hecho amigos. Él había flipado con que ella fuera una de esas prestigiosas estudiantes de la escuela de Lucha y Artes Marciales. 

Ella había flipado aún más cuando habían quedado otro día y le había visto cocinar. Las comidas en la escuela siempre eran preparadas en la cocina, y salían ya listas. Pero la precisión en los cortes de su amigo, su capacidad de hacer varias partes del plato a la vez, el mimo y el cariño con el que trataba los ingredientes y el brillo en sus ojos cuando el plato estaba por fin terminado... Eso le pareció increíble.

La siguiente vez que quedaron, le pidió intentarlo. Él se había quedado asombrado con su precisión al trocear los ingredientes, y se habían estado riendo un rato por los "gajes del oficio". Con la tontería, Xenia había empezado a cocinar cada vez más y más, saliendo casi siempre todos los fines de semana para pasar un rato con su amigo y robarle la cocina. 

Ahora, Chema se había graduado y había conseguido entrar en un restaurante de la ciudad. Y, de alguna manera, había conseguido mover hilos y hacer que Xeila tuviera una entrevista.

Apenas una semana después de entrar en su nueva casa con los ahorros de la beca de la escuela, Xeila se dirigía a la prueba definitiva. Nada más entrar al restaurante, el olor de la comida y el sonido de las conversaciones a su alrededor la absorbió. El sitio tenía un diseño moderno, con colores claros, y un estilo tan distinto a todo lo que había visto durante toda su vida que debería haberle resultado hortera. 

Sin embargo, estaba sonriendo cuando se dirigió al mostrador, y también mientras la chica la guiaba a las cocinas para hacer su prueba. 

Tuvo que esperar otros cinco minutos antes de que llegaran los otros dos aspirantes, y para ese momento ya estaba completamente activada. Solo el ver cómo el resto de cocineros se movían de un lado a otro, los sonidos de las sartenes, de los cuchillos, de los platos; las órdenes gritadas, las risas ocasionales... a Xeila le pareció un sueño. 

—Bueno, yo creo que ya podemos empezar —se sobresaltó un poco cuando habló una mujer de mediana edad, muy alta y delgada, con el pelo en una coleta y una malla de red. Su mirada era curiosa, y Xeila la había escuchado gritar órdenes durante el rato que había estado observando. 

A su lado había un chico y una chica, ambos vestidos de blanco igual que ella (gracias a Chema por prestarle un uniforme), que parecían nerviosos. 

—Aquí tenéis los menús del restaurante —la mujer les tendió una libreta a cada uno—. Yo soy Ángela, y seré la persona que va a decidir quién de vosotros se queda aquí a partir de mañana. Vuestra tarea es escoger un entrante, un primero, un segundo y un postre de la carta. Sorprendedme. Vais a tener hora y media para todo, y luego tendréis que defender vuestra elección. ¿Entendido?

Xeila había estado nerviosa al entrar. Es más, había estado nerviosa durante toda la semana anterior. Sin embargo, en el momento en el que Ángela había empezado a dar indicaciones con ese tono potente y autoritario, sintió que su cuerpo se relajaba y entraba en un estado de alerta que era prácticamente su segunda naturaleza. 

Los minutos se le pasaron volando. Pudo ver a los otros dos chicos correr de un lado a otro en sus estaciones de cocina, sudando y maldiciendo cuando algo no salía bien. 

Xeila sonrió mientras sus cuchillos se movían con fluidez sobre todos los alimentos: las verduras, con ese sonido crujiente agradable, y la satisfacción de partir la carne de forma correcta, de manera que casi le daba la sensación de que se deshacía bajo sus manos. Puede que lo que estaba haciendo no se pareciera en nada a lo que le habían enseñado a hacer desde que aprendió a caminar, pero en ese momento se sentía como si todo fluyera de forma correcta, como si nada pudiera salirle mal, incluso si se equivocara. 

Había sido entrenada para trabajar bajo presión, para moverse rápido y con precisión, para tener una estrategia en mente en todo momento, e ir modificándola con los imprevistos que iban surgiendo. Y eso era precisamente la dificultad de la cocina. El alma, sin embargo, era algo completamente diferente. Mientras que en la lucha se intentaba dañar, destruír; en ese lugar tan solo quería agradar, crear algo que fuera a hacer felices a los demás. 

Cuando terminó el tiempo, Xeila tenía sus platos perfectamente terminados. 

Cuando Ángela se paseó por sus mesas, observando y haciendo preguntas sin expresión alguna, se aseguró de mantener la espalda erguida y de controlar sus nervios.

Y, cuando le dijo que había sido aceptada, Xeila miró a su alrededor y se dio cuenta de que ya se sentía más en casa allí de lo que se había sentido nunca.