domingo, 18 de octubre de 2020

Prompt 16: un intercambio de libros

Nunca me habían gustado los pueblos. Soy una persona de ciudad, y quizás un poco demasiado acomodado. No me gustan los bichos, ni tener que ir al pueblo de al lado a comprar, ni levantarme pronto cuando pasa la furgoneta que trae el pan y la bollería. 

Cuando falleció mi tía abuela hace unas semanas, apenas un par de años después de mi tío abuelo, nos enteramos de que le había dejado la casa en herencia a su hijo y a sus dos sobrinos (uno de ellos, mi padre). Así que aquí estamos los tres primos, cada uno hijo de los que han heredado, ayudando a nuestros padres a vaciar la casa de todas las pertenencias y arreglarla para poder venderla. 

Llevamos viniendo un par de semanas, pero hay tantas cosas que probablemente tengamos que seguir viniendo varias veces más. Lo peor es que solo tenemos tres semanas más antes de que lleguen los del seguro a hacer las obras y la casa deje de ser nuestra. 

—Toma, Carlos —mi prima Silvia me tiende una caja llena a rebosar con telas y demás cosas que no sé ni qué son—, otra caja.

Hoy me ha tocado ser el que lleva las cajas de basura al contenedor, que está a la otra punta de la manzana. Lo malo no es eso, sino la cantidad de cajas que hay que llevar y el poco tiempo que tenemos. 

Si hubiera podido elegir, no hubiera venido. Pero mi padre lleva un tiempo mal de la espalda, y le están empezando a doler mucho las rodillas, y sabía que iba a pasarse si no venía a ayudarle. Así que aquí estoy, intentando no tener un ceño fruncido permanente, a pesar de que mi cerebro no para de decirme que debería irme corriendo. 

Durante los cuatro días que hemos venido, me ha tocado vaciar armarios, montar cajas, meter cosas en los coches, sacar la basura, y matar a varios insectos ridículamente grandes que también se tenían que despedir del que había sido su hogar.

Lo peor no es eso, sino que, cuando vuelvo a casa, tengo que seguir trabajando todos los días. Acabo de empezar un nuevo trabajo bastante competitivo, lo cual quiere decir que cada día hay muchas cosas que aprender para ponerme al día a tiempo. Noto mi organismo demasiado activado, todo el rato, y aún me quedan varias semanas más antes de poder recuperar mis fines de semana.

—Nos vamos a ir a tomar algo para descansar —dice mi tío cuando vuelvo de tirar la basura por la que me parece la centésima vez ese día—, ¿te apetece venir?

Pretendo pensármelo un rato, pero en el fondo ya sé la respuesta.

—No, creo que no. Me apetece dar una vuelta por el pueblo.

Él me mira algo extrañado pero asiente, y poco después me quedo completamente solo en ese pueblo que dice ser mío pero me parece más un pequeño laberinto de casas parecidas y ojos que miran tras las ventanas. 

No tardo mucho en encontrar un sitio que me gusta. Es un pequeño parque con arbolitos y un banco a las afueras del pueblo, detrás de unas casas bajas. No parece pasar mucha gente, y hay un riachuelo a unos metros de mí con varias ranas que cantan desafinadas.

De mi pequeña mochila, saco mis dos placeres: un libro y un paquete de tabaco. No suelo fumar, pero estoy tan estresado que me parece el momento oportuno. 

Y así me quedo durante lo que apenas me parecen diez minutos, leyendo El Lazarillo de Tormes y fumando, cuando me empieza a sonar el teléfono. Es mi padre, y hay que volver al trabajo. Suspiro, piso el cigarro y me voy. 

No es hasta esa noche que me doy cuenta de que me olvidé el libro en el banco. Me siento estúpido, mirando el techo de la antigua cama, esperando que no me lo hayan quitado. Ya lo he leído varias veces, pero aún así me sentaría muy mal perderlo por tal tontería. 

Al día siguiente, la misma historia: sacar cosas de arcones, ver si nos sirve. Guardar lo que queramos, tirar lo que no. Repetir el proceso. Una, y otra, y otra vez, con los dos hermanos y el primo discutiendo de fondo por cualquier tontería, intentando que sus respectivos hijos se pongan de su lado. 

Para las seis de la tarde, tengo las orejas como un bombo y ganas de golpear una pared. Llevo todo el día mordiéndome la lengua para no gritarles a todos que se callen e irme de allí. Ellos vuelven a ir al bar a tomar algo, y yo vuelvo a ir a mi sitio, esta vez sin libro, para intentar relajarme un poco y aguantar lo que queda de día. 

Suelto una respiración pesada cuando, al llegar, veo la silueta de mi libro sobre el banco. Sonrío hasta que me doy cuenta de que hay algo que no cuadra: el color de la tapa era verde, no azul. ¿Qué libro es ese? Miro a mi alrededor, esperando ver a alguien por allí que se haya olvidado su libro al igual que yo, pero no.

Me siento, frustrado, y ojeo el nuevo tomo de soslayo. Me han robado mi libro, se merecen que me quede ese. O, por lo menos, que le eche un ojo para pasar el rato. Es un libro de Stephen King, con las páginas muy dobladas y claramente usado.

Justo cuando lo abro, un papel se cae al suelo.

—Mierda, el marcapáginas —odio cuando la gente mira mis libros y me lo descoloca, y me siento mal por habérselo hecho yo a alguien.

Cuando lo recojo, veo que hay una nota: 

No me suelen gustar mucho los clásicos, pero tengo que admitir que El Lazarillo tiene algo enternecedor, ¿verdad? Espero que me perdones, pero me encontré tu libro y no pude dejar a medias la historia. A cambio, te dejo uno de mis libros favoritos. Espero que te enganche.

Parpadeo varias veces, intentando procesar lo que estoy viendo, y siento una especie de emoción en la boca del estómago que consigue disipar gran parte de la ansiedad que acarreo desde ayer. Mientras leo el misterio que se va formando entre las páginas, incluso me doy cuenta de que estoy sonriendo. 

No sé quién es la persona que me lo ha dejado, pero me apetece devolver el favor, seguir con este juego que ha empezado. Luego me doy cuenta de que no tengo ningún otro libro. Por suerte, me había encontrado un pequeño boli al recoger un cajón en la casa, así que puedo responder a la persona misteriosa, con otra nota al reverso de la primera.

A mí no me gusta lo paranormal, pero alguien me quitó mi lectura y no me queda más remedio que entretenerme con esto. Quién sabe, quizás cambie mi opinión al respecto; vi la película de It hace unas semanas y fue entretenida. 

No tengo más libros que dejarte esta semana. No sé si vives aquí o si solo estabas de paso, pero, si vuelves el sábado que viene, te traeré otro clásico que me parece más divertido. 

Gracias por esto.


Para mi sorpresa, hay otro libro con otra nota cuando vuelvo a ese sitio el fin de semana siguiente. Es uno de Agatha Christie, que de primeras me gusta un poco más que el de Stephen King. Yo, a cambio, le dejo mi ejemplar magullado de La Celestina.

Y así seguimos durante un par de semanas más. Cada día, hay un libro nuevo en el banco, pero nunca veo a nadie llegar. No puedo evitar preguntarme cómo será mi compañera (o compañero) de intercambio. ¿Vivirá allí o estará solo durante una temporada? ¿Estará visitando a alguien? ¿Qué le había llevado a empezar eso? ¿Me estaría vigilando de alguna manera para saber cuándo dejar los libros cuando no estaba yo?

Según se acerca el fin de semana, me voy sintiendo más y más angustiado por el prospecto de que este pequeño juego se acabe sin más. Es domingo, y el último día que vamos a pasar en el pueblo. Ya hemos recogido toda la ropa de cama y la cubertería, y las pocas cosas que quedaban por ahí. Hemos desmontado los muebles y los hemos sacado, o se los hemos dado a algún vecino que parecía interesado en quedárselos. Cada persona que pasa, o cada persona que me mira, me hace preguntarme si será la que está dándome libros. Si sabrá quién soy, o si está tan perdida en este misterio. 

Cuando llego al banco esa última tarde, me encuentro con un ejemplar del Quijote y frunzo el ceño ante la atípica elección. ¿Por qué ha cambiado la dinámica? Todo queda explicado cuando leo la nota:

Ha sido un placer poder hacer esto contigo. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien jugando a algo, y mucho menos algo tan gratificante como leer. 

Sé lo que estás pensando: El Quijote no es una novela de misterio, ¿qué hace? Verás, sé que esta es una despedida, y me pareció apropiado regalártelo. Este fue el primer libro que me pude comprar cuando era joven. Además, todo el mundo conoce la historia de Don Quijote de la Mancha. Da igual que Cervantes lleve siglos muerto, y da igual el idioma. Todos se acuerdan, y me gusta pensar que tú también te acordarás de mí cuando veas los libros que te he regalado. 

Gracias, y buen viaje.

La vuelta a casa es amarga. Le dejé otra nota con otro libro, pero está claro que aquello era una despedida. 

Nada más entrar a la casa a recoger las últimas cosas, me paro a mirar el libro: es una edición muy vieja, con las páginas amarillentas y algo roídas por los bordes; el dibujo emborronado en la portada y el lomo magullado y casi desecho. Está claro que alguien había querido mucho a aquel libro, y ahora es mío. 

—¿De dónde has sacado eso? Llevaba meses buscándolo.

Levanto la cabeza para mirar a mi tío.

—¿Qué? 

Él señala mis manos con la cabeza.

—El libro. Era de mi madre. Se lo quise llevar al hospital la última semana, pero no lo encontraba por ninguna parte. 

Sentí que se me helaba la sangre en las venas. 

—¿Esto era de la tía? —mi voz subió una octava, y carraspeé para borrar el horror. 

No podía ser. Debía ser una casualidad, o alguien que le había robado el libro sin querer y me había gastado una broma, o…

—Sí, era su libro favorito. Los últimos años le encantaban las historias de misterio y de terror, pero ese fue su primer libro. Me contó la historia de cómo se lo compró en una librería de un pueblo cercano cuando apenas tenía catorce años —soltó una pequeña carcajada triste—. No sé ni cuántas veces la habré escuchado. ¿Estaba en una de las cajas de la habitación grande?

No podía articular palabra. Esa era la misma historia que me había contado mi compañera de intercambios. Era la misma elección de libros que me había estado dejando. 

Debería estar aterrado. Debería querer lanzar el libro por los aires, justo con el resto que recibí, o quemarlos todos. 

Sin embargo, no es terror lo que siento en este momento al mirar la tapa gastada y dañada. Lo que siento es una calidez, como si la persona hubiera puesto un pedazo de su alma en cada una de sus lecturas. Como si me quisiera acompañar en cada uno de sus regalos. 

Así que no lo tiro, ni se lo doy a mi tío, ni le cuento todo lo que ha pasado. En lugar de eso, simplemente pregunto:

—¿Te importa si me lo quedo? Creo que a la tía le hubiera gustado que lo leyera. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario