domingo, 5 de enero de 2020

Cambios


Hay decisiones que parecen muy difíciles, pero a la vez son las más fáciles de tomar. Es obvio lo que tienes que hacer, lo que no es tan fácil es saber lo que va a pasar después. Cómo vas a ser cuando todo termine.
Es lo que me pasó a mí. En cuanto me enteré de que podía pedir la beca Erasmus, no me lo pensé dos veces. Vale que parecía un poco complicado, incluso de primeras me daba reparo decírselo a mis padres ya que, sabiendo cómo son, tenía la sensación de que no les iba a hacer demasiada gracia.
Quizá por eso esperé a echar la solicitud antes de decirles que lo había hecho.
Al final no se lo tomaron tan mal, y tuve casi un año entero para decidir dónde quería ir, cuándo, cuánto tiempo, y cómo organizarlo todo.
Cuando llegó la fecha pensé que me iba a estallar algo. No fue el mejor verano del mundo, y pensé que cuando me fuera iba a dejar atrás muchas cosas que quizá luego no estuvieran cuando volviera. Y aún así lo hice, sabiendo que realmente no podía dejar la oportunidad escapar, y deseando lo mejor.
Es muy extraño pararte en un momento de tu vida a pensar, recordar cómo eras hace unos meses, y darte cuenta del cambio tan masivo que has dado. Es extraño, y también da miedo, mucho miedo. ¿Cómo voy a ser capaz a volver a como todo era antes cuando ya apenas me reconozco a mí misma? ¿Es esta la depresión estacional de la que tanta gente habla? ¿Estoy siendo una exagerada y no está pasando nada?
Da igual la respuesta, porque en este instante, lo único que puedo pensar es una maraña de cosas que no paran de dar vueltas y no se aclaran entre sí.
He tenido un mes extraño, una especie de crisis existencial en la que he tenido que cuestionarme cómo soy ahora. Eso, de por sí, no es nada malo. Salvo cuando, cada vez que pensaba en mi futuro, de vuelta en España, me asaltaban pensamientos intrusivos que me recordaban que una vez que estuviera allí, esto ya habría acabado.
Quizá para siempre.
Eso me hizo no querer volver. Nunca.
Es normal que no quiera que se termine el Erasmus. Es casi como un año sabático, salvo que -aparte de que no un año entero- sí que he tenido un propósito y unos objetivos en la vida, aka aprobar todo que los créditos no son gratis, y una segunda matrícula, menos.
Todo el mundo echa de menos su Erasmus, la gente y la ciudad. Pero yo tengo la sensación de que no voy a saber volver a mis antiguas rutinas, que en ese momento para mí eran geniales, sin sentir que me falta una parte de mí.
Parte de esa pieza va a ser mi independencia. Todo el que me conoce sabe que mi relación con mis padres no es fácil, y que vivir con ellos puede ser un desastre muchas veces. Tengo tantas cuerdas atadas cuando estoy allí, y tantas otras de las que ya he conseguido librarme, pero ahí sigue su recuerdo, como un fantasma que puede volver a por mí si me descuido.
Entonces empecé a vivir aquí, libre, con mis propias normas y mi propio juicio como guía.
Y ha salido todo bien. Más que bien, de hecho. Estoy tan a gusto con mi vida, con cómo la dirijo y cómo me manejo, que tengo la sensación de que voy a explotar cuando mis dos helicópteros particulares empiecen a volar en círculos por encima de mí.
Tengo la sensación de que me van a faltar tantas cosas que aquí ya casi he dado por sentado que me voy a ahogar. Que lo que antes veía como un logro después de una adolescencia entera de trabajo, ahora no va a ser más que un consuelo patético.
El otro día un amigo me dijo que cuando volviera, íbamos a salir varios por ahí a un bar a jugar al billar y a los dardos. Y se me vino el mundo encima cuando me di cuenta de que no iba a poder salir despreocupada de nuevo, sabiendo que podría volver cuando me diera la gana tranquilamente, sabiendo también los límites que me ponen mis obligaciones, como tener que ir a clase o tener que estudiar. Porque iba a tener a gente encima vigilando cada movimiento, intentando controlarlo -y controlarme-, a pesar de que he estado manejando todas esas obligaciones yo sola durante meses igual o mejor de lo que lo hago cuando están pendientes.
Siento que voy a perder toda mi libertad, que no voy a poder tomar la mayoría de decisiones que quiero. Que voy a tener que recuperar mi manía de estar siempre pendiente del reloj, siempre pendiente de dónde tengo tiempo de ir o qué tengo tiempo de hacer antes de volver a casa.
Tengo miedo de perder a la gente de aquí. De que se vuelvan solo un recuerdo, de el día en el que les tenga que sacar de los mejores amigos de Instagram porque ya no tenga sentido que estén ahí.
Tengo miedo de llegar y haber cambiado tanto que no me reconozca a mí misma, que la gente no me reconozca.
Y, sobre todo, tengo miedo de llegar y que no sea lo mismo. Que la gente ya no me haga sentir lo mismo, las experiencias, las excursiones, las conversaciones. De que las rutinas que antes abrazaba ahora me aprieten y me ahoguen.
Tengo miedo de que esta sea la mejor versión de mí misma, y que solo me queden tres semanas de ser yo antes de tener que volver a pretender se la versión 1.0.
¿Qué pasa si los chistes ya no me hacen gracia? ¿Si no pillo las bromas? ¿Si ya no me es suficiente con lo que antes era más que de sobra? ¿Qué pasa si no me gusta ser así?
Siempre he estado muy contenta con esa parte de mi personalidad que encuentra alegría en todas y cada una de las cosas que hago, porque siento que es una parte muy importante de mí, y de todas las personas que tienen la suerte de tener esa cualidad.
Mi miedo más terrible, aparte de todas las cosas que he mencionado antes, es haber perdido eso.
Que después de conocer esto, en lugar de ser capaz de adaptarme a mí misma -mi nuevo yo- a las cosas de mi pasado, esa parte se quede aquí, en esta habitación, en este país frío y lluvioso con las costumbres y la gente maravillosa, y no la vuelva a ver. De que ya no todo me haga gracia, de ya no encontrar color brillante en cada cosa que hago, sino que todo se haya vuelto de un tono grisáceo, o beige, si no es aquí.
Y manda cojones que todo se vuelva grisáceo si no estoy en uno de los países más grisáceos de Europa.
Así que esto es una carta, una súplica a mí misma y a mis habilidades de adaptación. Una promesa a mí misma de que voy a hacer todo lo posible para seguir manteniendo esa parte de mí, para abrazar a lo antiguo como si fuera nuevo, y añadir todo lo que he aprendido a lo que ya sabía, pero sin borrar lo anterior.