lunes, 9 de noviembre de 2020

Prompt 22: Un personaje que aprende a nadar

«Bueno, al menos el agua está calentita»

Eso fue lo único que me consolaba un poco esa noche.

Ahí estaba yo, con mi bañador azul oscuro nuevo, las manos en las caderas, mirando la enorme expansión de agua que se expandía a mi alrededor.

Eran las once de la noche de un viernes, y en lugar de salir con mis amigos, me había colado en la piscina climatizada municipal a aprender a nadar por mí mismo. Con diecisiete añazos. Y, en media hora, tan solo me había atrevido a bajar el primer maldito escalón de la piscina olímpica.

A ver, no es que no supiera nada. Bueno, más bien, no es que no supiera sobrevivir. Si alguien me empujara al agua en el punto más profundo de esta piscina sería capaz de volver a la superficie y salir. Un poco como un gato asustado, pero vivo, por lo menos.

El problema era que a mí lo de nadar nunca me había llamado mucho la atención. No era algo que me fascinara, ni me lo pasaba genial yendo a la piscina en verano. Normalmente, lo único que hacía era básicamente tomar el sol y presumir de abdominales.

Pero eso era hasta que llegó Mario.

Ay, Mario… con su pelo larguito y sus ojos de chulo. Y con esos pedazo de hombros.

No había parado de presumir de que era nadador en un equipo federado desde que se cambió a nuestro instituto a principios de curso. De alguna manera, había convencido a todos mis amigos de ir mañana a la piscina con él a pasar el día. Y a mí me había estado chinchando, diciendo que tenía ganas de ganarme en una carrera.

—Pero cómo me vas a ganar en una carrera, marica, si en cuanto me meto al agua empiezo a chillar y patalear como un pug herido… —musité, pasándome una mano mojada por el pelo— Bueno, venga, ya está.

Me dije eso para animarme a meterme de una vez al agua, pero no me sirvió, por supuesto. Lo único que conseguí fue bajar otro tímido escalón y ahogar un chillidito cuando el agua me puso la piel de gallina.

—Las cosas que hago por amor…

Finalmente, después de otros agónicos quince minutos, fui capaz de meterme por completo en el agua.

La primera vez, tardé cinco minutos en atreverme a separar las dos manos a la vez del bordillo.

«Vale, genial, Jaime. Ahora solo respira… respira… genial… ¡no, pero debajo del agua no! »

Saqué la cabeza de golpe, y mis brazos corrieron a agarrar el bordillo. Ridículo, eso es lo que era. Escupí el agua, y pensé en lo poco atractivo que era hacer eso. Así que no lo podía repetir mañana.

Poco a poco, me fui soltando y empecé a nadar (más o menos) siguiendo la línea del bordillo. No me estaba molestando en intentar dar brazadas y esas cosas de experto, pero por lo menos ya no pataleaba como un animal moribundo y tenía cara de estreñido.

Después de un rato, incluso conseguí hacer un largo entero sin tener que agarrarme al bordillo. ¿Qué si terminé extremadamente cansado a pesar de que había ido muy lento? Pues sí. Pero no me había agarrado, que era lo importante.

Llegó un punto en el que empecé a pillarle el truco. Incluso me lo estaba pasando más o menos bien, y me atreví a intentar bucear un poco al final del largo.

Quizás si no hubiera hecho eso hubiera podido ver a tiempo la linterna que se dirigía hacia mí.

Pero no. Cuando quise sacar la cabeza al llegar al bordillo, una luz me golpeó en la cara.

Solté un grito y agradecí estar agarrado.

—¿Quién anda ahí? ¿Quién eres? —tronó la voz de un hombre mayor.

—¡Por favor, no me mates! ¡Te juro que no diré nada!

La luz dejó de apuntarme la cara, y me atreví a abrir los ojos. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo y con una gran barba. Ah, sí, y un uniforme de guarda, acompañado de una porra y la dichosa linterna.

Fantástico. Mi madre me iba a asesinar. Encontrarían mi cuerpo magullado en un callejón, y el juez le daría la razón a mi madre. ¿Cómo no iba a hacer eso, si su hijo era irremediablemente estúpido?

Escuché un suspiro profundo cuando el señor me vio metido en la piscina, con el pelo en la cara.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecisiete —respondí, con la boca pequeña.

Me pareció ver que ponía los ojos en blanco.

—Claro que sí. Y, casualmente, te has dejado el DNI en casa, ¿a que sí?

Parpadeé confuso.

—No, está en mi cartera —señalé mi ropa, que había dejado en un montón al lado de la pared.

Eso pareció sorprenderle.

—¿Te has colado en la piscina a hacerte unos largos, eh? Parecía buena idea en tu cabeza, ¿supongo? ¿Qué podría salir mal?

Empecé a temblar, confuso y más que un poco asustado. Tampoco sabía qué responderle a eso, porque era justo lo que había pasado.

—¿Puedo salir? —me atreví a preguntar.

—Claro, hombre. Y ya si tienes el teléfono a mano me vendría de perlas, porque vamos a hacerle una llamadita a tus padres.

«Adiós, Mario. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida, te amaré siempre. Por favor, recuérdame como un tío guay, y no como el chaval al que pillaron colándose en una piscina, aprendiendo a nadar para impresionarte»

sábado, 7 de noviembre de 2020

Prompt 21: un personaje cambia de identidad y añora su antigua vida

 Al llegar a mi piso saludé a Lucía, que estaba saliendo de su casa en ese mismo momento. Ella me sonrió y saludó de vuelta con la mano, diciendo una disculpa rápida porque se tenía que meter corriendo al ascensor para no perderlo.

Lucía era una buena mujer, de unos cuarenta años. Estaba casada y tenía dos hijos. A veces, íbamos a tomar un café y hablábamos de nuestras cosas. A ella le venía muy bien porque así podía despejarse después de toda la semana entre el trabajo y los niños.

A mí me venía muy bien porque era de las pocas amigas que había podido hacerme desde que me mudé.

Le había dicho que me llamaba Marta, aunque mi verdadero nombre es Ana. Pero ella no puede saber eso, por razones de seguridad. Mi seguridad. Si alguien de mi antigua vida me descubría, estaría muerta.

Me hice una cena rápida y me puse a ver una de mis películas favoritas después. Era San Valentín y no tenía ningún plan. Patético, ya lo sé. Pero bueno, crear una nueva vida tomaba un tiempo, y no me estaba presionando mucho.

Sin embargo, no pude evitar recordar lo que había estado haciendo el año pasado en esta fecha.

Isra me había traído un libro para que me lo leyera.

—Tiene algunas anotaciones mías, de mis partes favoritas —me dijo, con esa sonrisa tan bonita en la boca.

A mí no me gustaba mucho cuando la gente manchaba los libros, pero lo acepté igualmente y le di un fuerte abrazo.

Después, le llevé a uno de nuestros restaurantes preferidos, y nos pedimos una pizza para compartir. Al terminarla, él me cogió la mano y me miró con calidez en esos bonitos y brillantes ojos suyos.

—Ya sabes que para mí esta fecha no significa demasiado… Pero este año no puedo parar de pensar la suerte que tengo de tenerte a mi lado.

Podía escuchar perfectamente su voz en mi cabeza, como si apenas hubieran pasado unas horas desde que le vi. Qué tonta fui. Me creí a pies juntillas que lo que me había dicho era verdad, eso y todas las otras veces que me engañó, jugándomela como a una estúpida, y finalmente haciendo que tuviera que dejar atrás toda mi vida.

Al principio todo iba bien. Él me hacía sentir como una reina, me venía a ver cada vez que tenía un rato libre, hablábamos de todo, me hacía reír… y, bueno, del sexo ni hablamos, pero la verdad es que yo era consciente de que me iba a costar encontrar a alguien que lo hiciera como él.

Fue después del primer año cuando las cosas empezaron a ir a peor. Mis amigas me iban avisando de que había algo raro en él, de que no me fiara.

—Tía, el otro día subió una foto con su amiga Paula, y es que estaban como muy juntitos. No sé, es que según lo que me cuentas, de que desaparece por ahí sin más y no te avisa, y luego todas las veces que queda con ella… Que ya sabes que ella ya ha estado más veces con gente con pareja, no me fío mucho —me dijo un día mi amiga Gabriela.

—No seas tonta, tía —le respondí yo, cabreada—. Él nunca me haría eso. De verdad, que lo he hablado mucho con él, el tema de los cuernos, y estamos los dos súper en contra. Además, que siempre me trata genial y se nota que me quiere, él nunca me haría eso.

Tonta de mí.

No solo sí que estaba poniéndome los cuernos con esa chica, sino que su comportamiento hacia mí empezó a agriarse y a distanciarse, como una flor moribunda.

Y yo intenté ir tras él, de verdad que lo intenté. Incluso cuando estaba casi segura de que me estaba engañando yo seguí aferrándome a él como si fuera mi ancla. Era toda mi vida, mi niño, mi cielo, el padre de mis futuros hijos. Él lo era todo.

Empezó a ignorarme cada vez más, a llamarme loca cada vez que yo le decía mis preocupaciones y mis sospechas, exagerada cada vez que me quejaba por algo que él había hecho.

—¿Pero cómo voy a hacer yo eso? ¿Te estás escuchando? No me puedo creer que pienses eso de mí —me dijo, el último día que le vi.

Estaba realmente ofendido, tanto que hasta me hizo sentirme un poco culpable por las cosas que estaba sintiendo y pensando.

Se fue al baño, y la cagué. Sí, fui esa novia tóxica que le coge el móvil a su novio. Lo que vi en su galería no dejaba lugar a dudas: no solo me estaba engañando, sino que llevaba muchos meses haciéndolo mientras me llamaba loca por dudar.

Después, todo se fue a la mierda.

Fueron semanas muy duras, las peores de mi vida. Tuve ansiedad, no podía dormir, y siempre iba mirando por encima del hombro, con miedo cada vez que salía de casa o que alguien llamaba a la puerta.

Hasta que conseguí escapar y dejarlo todo atrás. Lo tuve que hacer sola, porque por su culpa dejé de lado a todas mis amigas y a mi familia. Ahora nadie sabe dónde estoy ni qué me ha pasado, y eso no puede cambiar si quiero seguir construyendo mi nueva vida en paz.

Sin embargo, viendo esa dichosa peli, no puedo dejar de recordar los buenos tiempos que pasamos juntos. La calidez en mi pecho cada vez que le veía, cada vez que le abrazaba y que le tenía al lado. Cada vez que dormíamos juntos y me abrazaba en sueños, o me besaba la cabeza cuando creía que yo estaba dormida.

Le echaba de menos.

Le echaba mucho de menos, a pesar de que sabía que las cosas no podían seguir así, que algo tenía que cambiar.

A veces, le echaba tanto de menos que desearía no haberle matado aquella noche.

Prompt 20: una lucha con unos bō

Todo el mundo le había dicho que el instituto sería más difícil que el colegio, pero no se lo había creído hasta que se dio cuenta de la cantidad de trabajos que tendría que hacer en casa. 

Toda esa semana se la había pasado encerrado en su cuarto, con la cabeza enterrada entre cuadernos, el portátil con la Wikipedia abierta y unas cartulinas de colores. Tenía dos trabajos para la semana que viene, y los acababa de empezar esa tarde. 

Estaba desesperadamente buscando una excusa (la que fuera) para poder dejar de trabajar, y fue justo entonces cuando su amigo Lucas llamó al portero de su puerta. 

—Javi, Lucas está abajo esperándote. Dice que habíais quedado para dar una vuelta —su madre asomó la cabeza por su puerta, con el ceño fruncido. Miró lo que hacía, tratando de descifrar si su hijo de verdad había estado trabajando o distraído en internet. 

Antes de que a ella le diera tiempo a decidir, Javi cerró el portátil de golpe y se levantó de un salto.

—ay si! Me había olvidado de decírtelo, íbamos a ir a dar una vuelta y ver una nueva tienda de videojuegos que hay por donde la plaza vieja. 

Era mentira, por supuesto. No recordaba haber siquiera hablado de quedar con Lucas, pero tampoco era tonto. La ocasión se había presentado, y el la iba a aprovechar. 

A su madre no le hizo mucha gracia, pero aún así le dejo salir hasta las 9. Eso eran casi tres horas de poder liarla con su mejor amigo, perfecto.

Lucas le estaba esperando en el portal con una sonrisa malvada en la cara y las manos tras la espalda. Pudo ver que tenía una bolsa de plástico grande agarrada.

—Hola, tío —Lucas liberó una mano y los dos se saludaron con esa especie de apretón-abrazo tan común en los adolescentes. 

—Hola. ¿Qué haces aquí? ¿Qué tienes ahí? 

Su pregunta solo hizo que la sonrisa de Lucas aumentara. 

—Ya lo verás. ¿Te apetece liarla un poco?

A Javi siempre le apetecía liarla un poco. Era su hobbie favorito, siempre que el lío no incluyera el riesgo de que su madre se enterara. Así que se fio de su amigo y le siguió. Los dos caminaron tranquilamente entre los vecinos, y se sentaron en un banco de un parque a comer pipas hasta que empezó a anochecer y las calles empezaron a vaciarse un poco. Aún quedaba una hora para que Javi tuviera que estar en casa. 

Lucas miró al cielo pensativo.

—Bueno, yo creo que ya. 

Javi se rio.

—¿Ya te vas? —se burló. 

El otro le sacó el dedo medio.

—¿Qué coño dices, subnormal? Que ya podemos hacer lo que tenía planeado.

—¿El qué? —mientras hacía la pregunta, Lucas ya estaba hurgando en su bolsa de plástico. 

De ella, sacó una caja de cartón con un dibujo con letras verdes fosforescentes que Javi pudo reconocer de inmediato por los vídeos de miedo que ambos llevaban viendo un par de meses. 

—¿Has comprado una oui-? —le salió un gallo. Frunció el ceño y carraspeó—. Joder. ¿Una ouija?

El otro asintió con mucho entusiasmo.

—Sí, tío. Nos podemos colar en el edificio donde kárate, y grabarlo. Podemos usar tu móvil como luz y el mío para grabar, que tiene mejor cámara.

Javi dudó. Por una parte, le daba un poco de miedo hacer eso, a pesar de que él no creía en los espíritus y sabía que era una tontería. Pero, por otra, le causó un tipo de emoción extraña el pensar en hacer eso.

Al final, Lucas tan solo tuvo que insistirle una vez más para que no pudiera resistirse. 

El edificio donde los niños habían hecho karate hacía dos años había cerrado unos meses atrás. No solo se enseñaba karate, sino muchas más artes marciales. Los dos se pusieron muy tristes cuando su profesor se lo contó, pero luego se emocionaron al darse cuenta de que era un sitio donde podrían colarse fácilmente, y que además se conocían casi todo el interior. 

Cuando por fin entraron por la puerta de atrás, tras saltarse una pequeña valla y cruzar un jardín descuidado, ya era noche casi cerrada. Aún había un resquicio de luz, así que Juan se convenció de que no podía pasar nada malo.

Por inercia, los dos chicos subieron directamente a la que había sido su clase. Estaba prácticamente vacía, con una colchoneta rajada al fondo, un corcho caído en una pared y un armario cerrado. Lo que no se esperaban ver era las botellas de alcohol tiradas por el suelo y los grafitis de nombres feísimos que ya decoraban las paredes.

—Vaya colgaos —musitó Juan, dándole una patada a una botella de vodka. Esta rodó en silencio hasta pararse a unos metros. 

—¿Aquí? —susurró Lucas, mirando con nerviosismo a su alrededor. A pesar de que había sido su idea, ahora ya no se le veía tan convencido.

La luz de una farola entraba por una ventana enorme, y podían escuchar las risas de la gente que estaba en un bar de la calle de al lado. El cerebro de Javi le dijo que estaba completamente a salvo, así que asintió y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.

—Saca tu móvil —le instó Lucas, después de sentarse y sacar la caja de la bolsa.

—Yo creo que hay suficiente luz —replicó él, mirando a su alrededor, viendo todo casi perfectamente.

Lucas le miró escéptico, pero no dijo nada. Claro, si pedía una luz querría decir que estaba asustado, y ninguno de los dos admitiría eso. 

—Vale —su amigo carraspeó, sacando la tabla de la caja junto con el pequeño puntero—, ¿cómo hacemos esto?

Javi no podía dejar de mirar las horrorosas letras verdes forforito que emitían un ridículo brillo. 

Cogió distraídamente el puntero (cuyo borde también brillaba, por cierto), y lo dejó sobre la tabla. 

—Pues decimos hola, esperamos a que alguien nos responda, le preguntamos cosas y cuando queramos irnos tenemos que decir adiós —señaló la palabra “adiós” en la tabla. 

Eso era lo que les habían explicado en todos los videos de Youtube que habían visto al respecto, al menos. 

Los dos se pusieron a ello, con dedos algo temblorosos. 

—¿Quieres hablar tú? —preguntó Javi. 

Lucas no le miró, pero se retorció en su sitio.

—Me da igual, hazlo tú si quieres.

Hinchando un poco el pecho, así lo hizo.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Nada se movió. Un coche pasó rápido por la calle de fuera de la ventana y Lucas apartó el dedo, asustado. 

—¡Lucas! —le regañó en un susurro— ¡No puedes romper el contacto!

—Ya, ya, perdón. Es que me sobresaltó el puto coche. 

Se volvieron a poner en posición. 

Javi volvió a preguntar. 

—¿Hola? ¿Hay alguien o algo aquí que quiera hablar con nosotros? 

Nada. 

Siguieron intentándolo durante unos minutos, hasta que Javi se empezó a aburrir. Estaba claro que eso no funcionaba porque era una tabla cutre, o que no había nadie allí. Después de todo, eso había sido una escuela, nadie se había muerto allí. No había ninguna razón para que hubiera un espíritu.

Antes de decir que se fueran, decidió gastarle una broma a su amigo. 

—Si hay alguien aquí, por favor, di algo.

Esperó unos segundos prudenciales, pretendiendo estar muy concentrado, y luego empezó a mover el dedo sobre la plica. Escuchó a Lucas ahogar un jadeo asustado mientras, muy despacio, la llevaba a “SÍ”. 

Javi pretendió estar asustado mientras ahogaba una risa. 

—¿Quién eres? 

Empezó a mover de nuevo la plica hacia una letra aleatoria, cuando los dos se frenaron al escuchar un movimiento justo encima de ellos.

Todas las ganas de reírse se disiparon. Se le atascó la respiración en la garganta y sintió que le invadía un calor extraño por todo su cuerpo. Ni siquiera se dio cuenta de que se había levantado hasta que Lucas le imitó. 

—Tío, ¿qué coño ha sido eso? 

Estaba a punto de decirle que era una coña, que era él quien había movido la plica, cuando el sonido se repitió. 

Pasos. Eran pasos rápidos, furiosos, que bajaban las escaleras del segundo piso y se acercaban a ellos.

Sin pensarlo, corrió hacia un armario y lo abrió de un tirón. Dentro, había palos más altos que él, con inscripciones que no entendía. Cogió dos y le tiró uno a su amigo. A él se le cayó, rebotando en el suelo. 

Se hizo el silencio más absoluto. Lucas le miró con horror escrito en sus ojos. Ni se agachó a recogerlo. Javi estaba seguro de que estaba paralizado.

Entonces los pasos volvieron a sonar, y él cogió el palo como si fuera una especie de bate y se colocó frente a su amigo, dispuesto a protegerle. 

Una sombra bajó corriendo por las escaleras. Javi estaba seguro de que era culpa suya. No debería haber bromeado con la ouija, no debería haber hecho trampa, y ahora había cabreado a un espíritu y les iban a matar y su madre se iba a enfadar porque no iba a llegar a tiempo a cenar. 

Se le pasaron muchas cosas por la cabeza en el segundo que la figura tardó en bajar. Hasta que éste no estaba a un par de metros no se dio cuenta de que no era un fantasma, sino un hombre. Medía metro sesenta, flacucho, y podría tener cualquier edad entre los veinte y los sesenta. Llevaba unos vaqueros raídos y una camisa gris manchada en las axilas. 

Les estaba mirando con enfado en los ojos amarillentos, y tenía una navaja grande abierta en la mano. 

—¿Qué cojones hacéis aquí? —siseó el hombre, meneando la navaja en su mano. 

Javi sintió que le temblaban las manos, y apretó su agarre para no tirar el palo.

—No queremos problemas, tío. 

El otro soltó una risa nerviosa y, de alguna manera, agresiva.

—Entonces no deberíais haber venido aquí. 

El tipo hizo amago de dar un paso hacia él. Javi movió su arma con todas sus fuerzas, esperando darle y que no les hiciera nada. Sin embargo, el movimiento se paró a medio camino con un estruendo cuando la larga vara golpeó contra el marco de la puerta. 

Mierda.

Los dos se quedaron parados, mirándose, y una sonrisa lenta se abrió paso en la cara del otro. 

Javi estaba segundo de que estaba a punto de volver a atacar y él no podría hacer nada, cuando ambos escucharon un grito. 

Javi se giró justo a tiempo para ver a Lucas corriendo hacia él, con lágrimas en los ojos y el palo por delante, como si fuera un saltador de pértiga. Se apartó justo a tiempo para ver a su amigo pasar y golpear a otro en el pecho, haciendo que se tropezara y cayera hacia atrás con un grito sobre las escaleras por las que acababa de bajar.

Su cerebro alcanzó por fin a entender lo que acababa de pasar. Tiró su vara al suelo y corrió hacia Lucas, que volvía a estar quieto en medio. Le cogió del brazo. 

—Vamos —tiró un poco de él—. ¡Vamos! 

Eso pareció despertarle. Ambos echaron a correr escaleras abajo, salieron por el jardín, saltaron la verja y siguieron corriendo durante lo que les parecieron horas, pero en realidad apenas fueron unos minutos. Cuando pararon, estaban en casi la otra punta de su pequeña ciudad, al lado de la casa de Lucas. 

La ouija se les quedó olvidada, pero ninguno la mencionó. Ambos entendían que no iban a volver a hacer algo así. Puede que no hubiera espíritus malvados acechando, pero lo que sí era muy real eran los humanos, y esos podrían hacer aún más daño.


lunes, 26 de octubre de 2020

Prompt 19: un buen samaritano

 —Bueno, pues para la semana que viene, ¿qué te parece si nos traes una lista con todos los pensamientos negativos automáticos que te vengan y los analizamos? Y así te podemos enseñar cómo manejarlos para que no te hagan tanto daño.

Carla asiente y sonríe con entusiasmo, a pesar de tener las mejillas mojadas de lágrimas y el maquillaje un poco corrido. 

Lara y yo nos quedamos un rato más después de que ella se haya ido, revisando las notas que tenemos y como proceder en su caso. Carla es una chica joven, estudiante de fisiología, que ha tenido la mala suerte de juntarse con muchos hombres como pareja sentimental que la han dejado con inseguridades y con una autoestima muy baja, aparte de un trastorno de ansiedad que lleva arrastrando varios meses.

No puedo evitar pensar que uno de esos chicos podría haber sido yo. 

Una vez que se ha ido nuestra última paciente de la tarde, Lara se despide de mi y yo me subo al coche, pero sigo dándole vueltas al tema.

Me pregunto vagamente donde estará mi padre, y luego me pregunto si yo estaría en el mismo sitio si hubiera seguido el mismo camino que él mismo me enseñó. 

Apenas llego a casa, me doy prisa en ducharme y cenar para poder irme a dormir temprano. Normalmente me cuesta horrores irme a la cama antes de las doce, pero desde que empecé este curso no soy capaz de aguantar despierto después de las once.

A la mañana siguiente, me arrastro fuera de la cama y me visto. Es un poco complicado manejar las prácticas del máster a la vez que el voluntariado en la fundación, pero uno de mis profesores lo propuso como opción el año pasado, y no pude parar de darle vueltas al asunto hasta que por fin me decidí a apuntarme.

Sé que todo lo estoy haciendo porque me gusta poder ayudar a gente que lo necesita, pero una voz en mi cabeza no para de repetirme día tras día que soy un fraude, que no debería estar allí por lo que hice en el pasado. También sé que no es la mejor manera de lidiar con ello, pero durante toda la mañana me obligo a no pensar en ello porque tengo que concentrarme en los usuarios que necesitan mi ayuda, no en mis propios traumas. 

Al salir, tan solo tengo que cruzar una calle y ya estoy en el restaurante donde había quedado con mi hermana. 

Cloe llega un par de minutos tarde, pero es un logro en comparación a lo que solía tardar antes. Me sonríe y hace el gesto de la paz con los dedos mientras se acerca.

—Hola, hermano, ¿qué tal tus pacientes?

Pongo una mueca. 

—Buenos días, hermana. ¿Por qué la formalidad? Qué grima. 

Ella solo se ríe, y empieza a contarme todas las cosas interesantes que está dando en su grado de microbiología.

Cuando éramos adolescentes, siempre me enfurecía su capacidad de ver el lado bueno de las cosas y reírse por todo. A pesar de todo lo que nos hacía mi padre, de la cantidad de cosas que nos perdimos por su culpa, ella siempre estaba alegre y sonriendo por cualquier cosa —al menos, cuando él no estaba delante.

Muchas veces le grité, le dije que era una inmadura y la insulté por lo que yo creía que era no ver la realidad. Ella nunca me dijo nada, solo se iba llorando y venía al rato para hacerme compañía. A pesar de ser la pequeña, en el fondo siempre ha sido mucho más adulta que yo. 

Por otra parte, eso también fue culpa de él. La obligó a madurar rápido, a hacer las tareas que hacía mamá antes de enfermar. Cloe apenas podía manejar el instituto y todas las tareas que él la imponía. Eso, sin contar que tenía que soportar a dos imbéciles que no paraban de gritar, pelear y romper cosas todo el rato que estaba en casa.

Fue ella la que me hizo ver la verdad, darme cuenta de que si no le ponía freno a aquello iba a terminar siendo como él. De hecho, había estado a punto de hacerle mucho daño a Cloe cuando me miró a los ojos, con la mirada más seria que le había visto en la vida, y me dijo: 

—Álvaro, esto no puede seguir así. Tú no eres así, y él te está transformando. No le dejes que te haga como él. O vas a un psicólogo o te juro que me voy de esta casa y no me vuelves a ver en tu puta vida.  

En cualquier otra ocasión, que ella me dijera eso solo habría servido para cabrearme aún más. En ese momento, algo en el tono de su voz, casi vacío de emoción, consiguió hacer que parara en seco.  Cloe no me lo había dicho enfadada, ni como un ataque. Pude escuchar la sinceridad claramente en su voz, y supe que no era un farol.

No podía perder a mi hermana. A pesar de que la había tratado fatal, ella era lo único bueno que tenía en esa vida de mierda.

Así que le hice caso. Fui a un psicólogo (a pesar de que fue ella quien lo tuvo que buscar porque yo no tenía ni idea), y después de varios meses saliendo de casa en secreto, pude ver lo que estaba pasando. Me dieron herramientas para mejorar, para manejar mucho mejor mis emociones, y para tratar a la gente como se debía. Y, lo mejor, para poder escapar de mi padre.

Desde entonces, decidí que quería ayudar a otros adolescentes que estuvieran pasando por lo mismo. Así que estudié todo lo que pude, a pesar de que tuve que esperar un año para poder entrar en la carrera de psicología porque mis notas habían dado pena, y lo había conseguido.

Cloe se mudó conmigo los primeros meses, justo después de que ella cumpliera los dieciocho. Cortamos contacto con mi padre por completo, nos mudamos a otra ciudad y le bloqueamos en todas partes para que no pudiera alcanzarnos. 

Durante mucho tiempo he estado pensando que no merezco estar donde estoy, ni haber conseguido todas las cosas que he conseguido. Que no debería tratar a gente, porque yo soy peor que lo que les está pasando a ellos en el fondo. 

Esos pensamientos cada día son más débiles, y cada vez les hago menos caso. Hacer esto se hizo mucho más fácil, curiosamente, desde que me di cuenta de que todos esos pensamientos resonaban en mi cabeza con la voz de mi padre. 

jueves, 22 de octubre de 2020

Prompt 18: la tierra como elemento

Nada más entrar al recinto, lo que más curioso me parece es el sol resplandeciente que hace. Normalmente, en estas circunstancias, parece lo lógico que el cielo esté nublado, grisáceo, oscuro. 

No tiene por qué, claro. De hecho, apenas son mediados de octubre y el sol calienta lo suficiente como para no pasar frío sin chaqueta. 

Todos andamos con paso lento, siguiendo el coche —un coche con un diseño horrendo, a mi parecer. ¿Qué más dará eso en este momento?, me reprocho a mí misma. 

Tampoco sé muy bien en qué ir pensando mientras caminamos entre las lápidas. Alguien por detrás comenta: «Mira, las de la derecha son blancas y las de la izquierda son grises». Me hace gracia darme cuenta de que no soy la única a la que le vienen pensamientos completamente aleatorios.

Por fin, el coche se para, y nosotros detrás de él. Estamos justo al fondo de todo el cementerio, y me da coraje. ¿No había ningún hueco antes? Me da la sensación de que le han relegado al final, al último hueco que hay en todo el recinto.

Hay cuatro hombres sobre un gran agujero abierto en la tierra. Los cuatro llevan uniformes, con pantalones de chándal azules y sudaderas a juego. Miran el coche expectantes, y ayudan a sacar el ataúd. Tardan un poco en colocarlo bien para poder bajarlo, y uno de los hombres grita al resto para que lo pongan correctamente. Me da la sensación de que no están procesando realmente lo que está pasando aquí, ya que esta es su rutina, su trabajo. No les importa de verdad. 

Me pregunto si lo que yo estoy sintiendo me asemeja más a ellos o al resto de familiares a mi alrededor. No siento culpa por no estar devastada: ya he trabajado en eso desde que me dieron la noticia, y sé que no puedo controlar lo que siento. Tiene sentido que no esté así; después de todo, el vínculo no era muy cercano, y él tampoco había sido una persona excepcionalmente buena en vida. Estoy triste por la pérdida y los buenos recuerdos, pero no estoy devastada. No me duele. 

El cura termina de dar su discurso. Unas palabras de consuelo a la familia que me parecen vacías. ¿Cómo sabes si lo que estás diciendo es verdad? Ni siquiera le conocías de nada. No sabes si Dios le ha llamado a su lado. Es más, si creyera en eso, no estoy segura de que fuera a ser Dios quien le llamara. 

Los hombres usan las dos cuerdas para bajar el ataúd al agujero. 

Y ahí empieza un ritual que me parece ridículo, incluso un poco cruel. No sé, quizás es bueno y soy yo que no lo entiendo. 

Los cuatro hombres cogen sus palas y empiezan a echar tierra. De forma rítmica, continuada y un poco robótica. 

Uno de ellos, el que está de espaldas a nosotros, se agacha y se ve que se le caen los pantalones. Se le ve un poco la raja del culo. Me dan ganas de gritarle algo, pero en su lugar me da la risa floja y mi hermano me da un codazo. 

Mi madre empieza a llorar, y me separo de mi hermano para ir con ella. Me gusta ver que mi padre tiene una mano en su hombro para consolarla, y los dos la rodeamos mientras llora. Todos estamos mirando en silencio a esos hombres desconocidos que echan tierra distraídamente sobre una caja cerrada y, de alguna manera, vacía. 

Lo peor empieza cuando los hombres empiezan a raspar las palas contra el cemento, para no dejarse nada de tierra fuera. El ruido que hacen cada vez que golpean el suelo, tan resonante y basto, me parece ofensivo. 

No entiendo por qué se hace esto. No entiendo qué se supone que va a ganar la gente viendo esto. Supongo que debe ser una especie de ritual para ser capaz de pasar página, de cerrar ese capítulo definitivamente, pero en ese momento no paro de pensar que debe de haber una manera mejor de hacerlo. Algo menos tosco. 

¿Hay algo que no estoy entendiendo? ¿De verdad estoy tan separada de ese momento que me estoy perdiendo algo fundamental, que estoy criticando o desaprobando algo que literalmente todo el mundo ve como bueno y necesario?

Mi padre le dice a mi madre que si se quiere ir. Ella responde que no, que aún sigue habiendo mucha gente de la familia allí, que está feo. Me hace preguntarme si realmente esto le está viniendo bien, o está soportando un mal trago solo por quedar bien frente a su familia. Una familia que, salvo un par de personas, no la han apoyado desde que se murieron mi abuela y mi tía. Es más, algunos incluso han hecho lo contrario. 

Yo no digo nada. Simplemente me quedo allí abrazada, disimulando una mueca cada vez que la pala choca contra el cemento, y pensando que por lo menos el sonido de la tierra cayendo sobre más tierra me parece agradable. Mirando el cielo despejado. Yo no sé de pájaros, pero me da la sensación de que pasa una paloma por encima de nosotros. Tampoco conozco muy bien la Biblia, pero me da la sensación de que eso debería ser una especie de símbolo de esperanza, un mensaje tranquilizador. Pero bueno, quizás es tan solo una paloma. Quizás ni siquiera es una paloma.

Por fin terminan de echar toda la tierra. Se han esmerado mucho, rascando el dichoso hormigón, y apenas queda un poco de polvo alrededor. 

—Hala, esto ya está —dice uno de los hombres. 

El cura se despide y nos da el pésame y nos desea mucho ánimo. Me parece un buen hombre, y le sonrío.

Los otros hombres se alejan en parejas. 

—Ya les dejamos —dice uno—. Pasen buen día. 

Ni «lo siento mucho», ni «ánimo», ni «les acompaño en el sentimiento». «Pasen buen día». De nuevo me da la sensación de que no procesan del todo lo que hacen. 

Y allí nos quedamos todos un rato más, mirando un montón de tierra removida que oculta lo último que queda de una persona. Mi prima se acerca y coloca mejor un centro de flores. Mi madre se seca los ojos sin apartar la mirada del dichoso montón de tierra. 

Me gustaría que no tuviéramos que hacer eso. Me gustaría que eso se hiciera sin nosotros, y pudiéramos venir a ver directamente una cruz, una lápida o el símbolo que mi madre y su hermano elijan para poner. 

Pero ya está hecho. 

Y al final nos vamos. Los pájaros siguen cantando, las flores siguen mirándonos con sus colores brillantes, y el sol sigue calentando nuestras cabezas, como si no hubiera pasado nada. Y allí se queda el montón de tierra. 


martes, 20 de octubre de 2020

Prompt 17: Día de la Madre

 —Al final vienes esta tarde, ¿no, Isabel?

Disimulé una mueca cuando escuché la pregunta de Ana y levanté la mirada de mi sándwich de jamón y queso.

—No, lo siento. Mi madre no me deja, y ya sabes cómo se pone.

Ana, junto con Laura y Maite me miraron con el ceño fruncido y las ya conocidas miradas de desaprobación.

Siempre era la misma historia: ellas hacían un plan normal, divertido, pero yo nunca podía ir. No pasaba nada el año pasado, pero ya estábamos en segundo de la ESO, y cada día me daba más cuenta de lo mucho que eso estaba molestándolas. Si esto seguía así, las perdería, y eran mis únicas amigas.

Miré alrededor de nuevo, más como un acto reflejo que otra cosa, casi esperando ver a mi madre cruzar la esquina para ver cómo iba. No era lo usual, pero pasaba de vez en cuando, y no quería que me escuchara hablar de esto con ellas. Siempre se enfadaba mucho cuando mis amigas hacían planes que a ella le parecían peligrosos.

—Isa, ¡esto es ridículo! —Ana casi gritó y la miré con los ojos muy abiertos— Vamos a ir a dar una vuelta a un parque, y te hemos dicho que va a ser al lado de tu casa.

—Ya tienes casi catorce años —añadió Maite—, ya es hora de que te dejen salir de casa un viernes por la tarde.

Suspiré y sentí cómo los ojos se me llenaban de lágrimas.

—Si ya lo sé, y yo quiero ir. Pero no me deja.

—¿Se lo has preguntado acaso? —Ana era la que más enfadada se ponía cada vez que pasaba algo así… lo cual, por desgracia, era casi cada semana.

—¡Claro que se lo he preguntado! —repliqué, con las lágrimas saltándose de mis ojos— Pero ha dicho que no, y no me puedo escapar.

—¿Por qué te ha dicho que no?

—No lo sé. Solo dijo “porque no”, y le pregunté mil veces. Luego se enfadó y amenazó con quitarme el móvil.

Ana bufó.

—¿Qué más da? Para lo que puede hacer ese móvil viejo…

Miré al suelo, avergonzada. Era el primer móvil que tenía, y me gustaba bastante. No era un smartphone como el de mis amigas sino un teléfono antiguo de mi madre, que me había dejado para poder mandarme mensajes a lo largo de la mañana para ver cómo iba. No tenía internet, y le había desinstalado los juegos para que no me distrajera y no hiciera los deberes.

Sin embargo, era mi única manera de poder hablar con ellas. Les había pasado mi número a escondidas. Tenían que llamar ellas, porque sino mi madre se enfadaría si le llegaba la factura de llamadas, pero aún así lo sentía como mi única manera de conectar con el exterior.

 

En el camino a casa después del instituto, mi madre iba hablando sobre lo que había hecho esa mañana, y sobre cuánto me había echado de menos. Siempre se aseguraba de decírmelo cada vez que me iba a algún sitio. A una parte de mí le gustaba, pero a otra parte le daba una sensación extraña que normalmente intentaba ignorar.

—¿Qué te pasa? —me reprochó mi madre nada más entrar en casa.

—Nada.

Cerró la puerta de un portazo, y me sobresalté.

—¡No me mientas! Casi no has hablado en todo el camino. ¿Qué pasa? ¿Esas amigas tuyas te han dicho algo? ¿Te han molestado? ¿Alguien te ha pegado? ¿Te ha dicho algo algún profesor?

Esa ráfaga de preguntas me dejó confusa un momento.

—¿De dónde te has sacado todo eso? —no pude evitar preguntar, con tono confuso.

Mi madre había pasado de venir contenta todo el camino a estar roja de enfado. Era una de las cosas que más miedo me daban: los cambios de humor repentinos. Nunca sabía qué podría hacerle enfadar, porque a veces eran cosas que no entendía o cosas que otras veces no la hacían enfadar. Siempre tenía que ir con cuidado de cómo decirlo todo.

—Así que es verdad. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? —recriminó— Te tengo dicho que me llames si pasa algo en el instituto e iré a buscarte.

—No, no es eso, mamá —repliqué rápidamente—. No pasa nada, de verdad.

Ella echó a andar con pasos fuertes hacia el salón, donde se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Yo la miré desde la entradita, insegura de qué era lo que había hecho mal esa vez.

—¿Qué haces? Vamos, quítate la chaqueta, que tienes cosas que hacer. Venga, dímelo, ¿qué te pasa?

Suspiré frustrada.

—Que no me pasa nada, mamá.

Mi madre entrecerró los ojos hacia mí y se acercó.

—Isabel…

Di un paso rápido hacia atrás.

—¡De verdad! Es solo que… he estado pensando… mis amigas van a estar un rato en el parque hoy, y me gustaría ir un ratito con ellas.

—Isabel, ya hemos hablado de esto —me agarró del brazo—. Eres muy pequeña como para salir sola por aquí, te puede pasar cualquier cosa. Esas amigas tuyas están muy descuidadas por sus padres, pero tú no. Lo hago por tu bien.

—Mamá, ya tengo casi catorce años…

—¡¿Y qué?! Eres muy pequeña como para estar por ahí.

—¡Es el parque de al lado, lo puedes hasta ver por la ventana si quieres!

—¡Te he dicho que no! No vas a salir sola aún, y punto. Ahora ve a lavarte las manos para que podamos comer.

Cuando llegué a la cocina, mi madre me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Yo estaba muy enfadada con ella porque nunca me explicaba el por qué de nada, pero aún así fingí una sonrisa y le devolví el abrazo. Si no lo hacía, se volvería a enfadar y me diría que no tenía derecho a cabrearme con ella, porque la que estaba equivocada era yo.


A eso de las seis de la tarde estaba en el salón con mi madre viendo la serie que veíamos todas las tardes después de hacer los deberes. Ella insistía en hacer cosas las dos juntas. En cierto modo, me gustaba que mi madre pasara tiempo conmigo. Lo que no me gustaba era que, aunque a veces me apeteciera hacer otra cosa, ella se enfadaría si se lo decía.

Entonces llamaron al teléfono. Me quedé paralizada en el sofá al reconocer el sonido de mi móvil en la mesa.

—Uy, ¿quién te llama ahora?  —mi madre se incorporó para cogerlo. Quise decirle que no, que era para mí, pero eso no le gustaría — ¿Sí? ¿Cómo? ¿Para Isabel? ¿Quién eres?

Podía escuchar a Laura al otro lado del teléfono, con esa voz tímida pero segura que solía poner al hablar con los profesores en clase, pero no distinguí lo que dijo.

—Pues es que está ocupada. No, no puede salir. ¿Qué por qué? Pues porque no. No lo tienes que entender, soy su madre y digo que no y punto. No, no puedes hablar con ella, estamos ocupadas. Adiós.

Miré a mi madre con la boca abierta, horrorizada. ¿Cómo había podido ser así de borde con Laura? No me lo podía creer. Ahora Laura no querría saber nada de mí, y quizás las demás tampoco.

—¡¿Por qué has hecho eso?! —chillé, apartándome de ella en el sofá.

El guantazo en el brazo me pilló de sorpresa, y siseé de dolor.

—¡No me grites! Le he dicho eso porque es la verdad, y esa niña es una impertinente. No quiero que vuelvas a hablar con ella, no te va a hacer bien.

—Mamá, no puedo dejar de hablar con ella, ¡es mi amiga!

—Como si es el Papa. Mañana mismo le dices que dejas de ser su amiga.

—No voy a hacer eso.

No fue lo correcto que decir. Sentí otro golpe en el brazo antes que verlo.

—Sí lo vas a hacer. Es más, lo vas a hacer también con el resto. Estoy harta de en lo que te estás convirtiendo desde que las conoces. Antes no me respondías así, y esas niñas solo saben salir por ahí y ponerse en peligro. No voy a dejar que también te pongan en peligro a ti.

—¡Mamá, no se ponen en peligro! ¡Solo comen pipas en un banco y hablan de chicos!

—¡De chicos! ¿Qué chicos? Sois muy pequeñas para hablar de esas cosas. Tú no habrás estado con ningún chico, ¿no?

—¡Claro que no! —no fue una mentira. Nunca me habían interesado los chicos en lo mas mínimo. Mis amigas me parecían mucho más interesantes.

—Como me entere de que me mientes…

—¿Por qué te iba a mentir?

—Es igual. Mañana quiero que te despidas de ellas. He estado mirando información en internet, y a partir del mes que viene te voy a educar en casa.

El silencio dentro de mi cabeza era atronador. Me costó un buen rato procesar lo que acababa de decir.

—¿Qué? —salió en apenas un susurro.

—Lo que has oído. Es muy peligroso ese instituto, y todos los demás. Eres muy pequeña para estar con tanta gente que podría hacer algo malo. ¿Sabes la de adolescentes que se suicidan por sufrir bullying en las clases? ¿O la de adolescentes que se meten en las drogas porque sus amigos les convencen? —su madre negó con la cabeza y chasqueó la lengua— No, no. Tú no vas a ser de esas. Te voy a educar aquí en casa, donde puedes estar segura. Me he informado de todo, no te va a faltar de nada.

Las lágrimas habían empezado a escapar de mis ojos en algún momento, pero no sabía ni cuándo. Ir al instituto era el único momento en el que podía estar con más gente aparte de ella. El resto del tiempo estaba en casa con ella, o la acompañaba a todos los sitios donde tenía que ir (ya que quedarme en casa sola era muy peligroso). Era el único momento en el que podía hablar con mis amigas sin pensar que mi madre me estaba escuchando.

Y ahora me lo iba a quitar.

—No…

Ella frunció el ceño.

—¿No, qué?

—Por favor, por favor —supliqué, juntando las palmas de las manos—, no hagas eso. Déjame seguir en clase con mis amigos. Déjame seguir en el instituto.

Mi madre puso cara de pena y me cogió de los brazos, forzándome a abrazarla.

—Ay, cielo —me acarició el pelo—. Es lo mejor para ti. Eres muy joven, y no es seguro.

—Pero todo el mundo va, y a nadie le pasa nada.

—Nunca pasa nada, hasta que pasa.

Esa frase. Esa dichosa frase. Me la había dicho desde que tenía uso de razón, tantas veces que prácticamente la llevaba tatuada en la frente para ese momento. La escuchaba por la calle, la escuchaba cuando cerraba la puerta de mi cuarto, la escuchaba cuando me metía en internet en su ordenador para hacer algún trabajo. La escuchaba hasta en mis pesadillas.

—No quiero…

—Ya sé que no te hace gracia la idea, cariño. Pero verás como en seguida te acostumbras al cambio e incluso te gusta más. ¿Quién te va a conocer mejor que yo? Te enseñaré para que aprendas mejor, para que memorices mejor y para que seas más lista que todos ellos. Eres mi niña, y no quiero que te pase nada. Te quiero. Por eso hago todo lo que hago, aunque ahora no lo entiendas. Lo hago para protegerte.

domingo, 18 de octubre de 2020

Prompt 16: un intercambio de libros

Nunca me habían gustado los pueblos. Soy una persona de ciudad, y quizás un poco demasiado acomodado. No me gustan los bichos, ni tener que ir al pueblo de al lado a comprar, ni levantarme pronto cuando pasa la furgoneta que trae el pan y la bollería. 

Cuando falleció mi tía abuela hace unas semanas, apenas un par de años después de mi tío abuelo, nos enteramos de que le había dejado la casa en herencia a su hijo y a sus dos sobrinos (uno de ellos, mi padre). Así que aquí estamos los tres primos, cada uno hijo de los que han heredado, ayudando a nuestros padres a vaciar la casa de todas las pertenencias y arreglarla para poder venderla. 

Llevamos viniendo un par de semanas, pero hay tantas cosas que probablemente tengamos que seguir viniendo varias veces más. Lo peor es que solo tenemos tres semanas más antes de que lleguen los del seguro a hacer las obras y la casa deje de ser nuestra. 

—Toma, Carlos —mi prima Silvia me tiende una caja llena a rebosar con telas y demás cosas que no sé ni qué son—, otra caja.

Hoy me ha tocado ser el que lleva las cajas de basura al contenedor, que está a la otra punta de la manzana. Lo malo no es eso, sino la cantidad de cajas que hay que llevar y el poco tiempo que tenemos. 

Si hubiera podido elegir, no hubiera venido. Pero mi padre lleva un tiempo mal de la espalda, y le están empezando a doler mucho las rodillas, y sabía que iba a pasarse si no venía a ayudarle. Así que aquí estoy, intentando no tener un ceño fruncido permanente, a pesar de que mi cerebro no para de decirme que debería irme corriendo. 

Durante los cuatro días que hemos venido, me ha tocado vaciar armarios, montar cajas, meter cosas en los coches, sacar la basura, y matar a varios insectos ridículamente grandes que también se tenían que despedir del que había sido su hogar.

Lo peor no es eso, sino que, cuando vuelvo a casa, tengo que seguir trabajando todos los días. Acabo de empezar un nuevo trabajo bastante competitivo, lo cual quiere decir que cada día hay muchas cosas que aprender para ponerme al día a tiempo. Noto mi organismo demasiado activado, todo el rato, y aún me quedan varias semanas más antes de poder recuperar mis fines de semana.

—Nos vamos a ir a tomar algo para descansar —dice mi tío cuando vuelvo de tirar la basura por la que me parece la centésima vez ese día—, ¿te apetece venir?

Pretendo pensármelo un rato, pero en el fondo ya sé la respuesta.

—No, creo que no. Me apetece dar una vuelta por el pueblo.

Él me mira algo extrañado pero asiente, y poco después me quedo completamente solo en ese pueblo que dice ser mío pero me parece más un pequeño laberinto de casas parecidas y ojos que miran tras las ventanas. 

No tardo mucho en encontrar un sitio que me gusta. Es un pequeño parque con arbolitos y un banco a las afueras del pueblo, detrás de unas casas bajas. No parece pasar mucha gente, y hay un riachuelo a unos metros de mí con varias ranas que cantan desafinadas.

De mi pequeña mochila, saco mis dos placeres: un libro y un paquete de tabaco. No suelo fumar, pero estoy tan estresado que me parece el momento oportuno. 

Y así me quedo durante lo que apenas me parecen diez minutos, leyendo El Lazarillo de Tormes y fumando, cuando me empieza a sonar el teléfono. Es mi padre, y hay que volver al trabajo. Suspiro, piso el cigarro y me voy. 

No es hasta esa noche que me doy cuenta de que me olvidé el libro en el banco. Me siento estúpido, mirando el techo de la antigua cama, esperando que no me lo hayan quitado. Ya lo he leído varias veces, pero aún así me sentaría muy mal perderlo por tal tontería. 

Al día siguiente, la misma historia: sacar cosas de arcones, ver si nos sirve. Guardar lo que queramos, tirar lo que no. Repetir el proceso. Una, y otra, y otra vez, con los dos hermanos y el primo discutiendo de fondo por cualquier tontería, intentando que sus respectivos hijos se pongan de su lado. 

Para las seis de la tarde, tengo las orejas como un bombo y ganas de golpear una pared. Llevo todo el día mordiéndome la lengua para no gritarles a todos que se callen e irme de allí. Ellos vuelven a ir al bar a tomar algo, y yo vuelvo a ir a mi sitio, esta vez sin libro, para intentar relajarme un poco y aguantar lo que queda de día. 

Suelto una respiración pesada cuando, al llegar, veo la silueta de mi libro sobre el banco. Sonrío hasta que me doy cuenta de que hay algo que no cuadra: el color de la tapa era verde, no azul. ¿Qué libro es ese? Miro a mi alrededor, esperando ver a alguien por allí que se haya olvidado su libro al igual que yo, pero no.

Me siento, frustrado, y ojeo el nuevo tomo de soslayo. Me han robado mi libro, se merecen que me quede ese. O, por lo menos, que le eche un ojo para pasar el rato. Es un libro de Stephen King, con las páginas muy dobladas y claramente usado.

Justo cuando lo abro, un papel se cae al suelo.

—Mierda, el marcapáginas —odio cuando la gente mira mis libros y me lo descoloca, y me siento mal por habérselo hecho yo a alguien.

Cuando lo recojo, veo que hay una nota: 

No me suelen gustar mucho los clásicos, pero tengo que admitir que El Lazarillo tiene algo enternecedor, ¿verdad? Espero que me perdones, pero me encontré tu libro y no pude dejar a medias la historia. A cambio, te dejo uno de mis libros favoritos. Espero que te enganche.

Parpadeo varias veces, intentando procesar lo que estoy viendo, y siento una especie de emoción en la boca del estómago que consigue disipar gran parte de la ansiedad que acarreo desde ayer. Mientras leo el misterio que se va formando entre las páginas, incluso me doy cuenta de que estoy sonriendo. 

No sé quién es la persona que me lo ha dejado, pero me apetece devolver el favor, seguir con este juego que ha empezado. Luego me doy cuenta de que no tengo ningún otro libro. Por suerte, me había encontrado un pequeño boli al recoger un cajón en la casa, así que puedo responder a la persona misteriosa, con otra nota al reverso de la primera.

A mí no me gusta lo paranormal, pero alguien me quitó mi lectura y no me queda más remedio que entretenerme con esto. Quién sabe, quizás cambie mi opinión al respecto; vi la película de It hace unas semanas y fue entretenida. 

No tengo más libros que dejarte esta semana. No sé si vives aquí o si solo estabas de paso, pero, si vuelves el sábado que viene, te traeré otro clásico que me parece más divertido. 

Gracias por esto.


Para mi sorpresa, hay otro libro con otra nota cuando vuelvo a ese sitio el fin de semana siguiente. Es uno de Agatha Christie, que de primeras me gusta un poco más que el de Stephen King. Yo, a cambio, le dejo mi ejemplar magullado de La Celestina.

Y así seguimos durante un par de semanas más. Cada día, hay un libro nuevo en el banco, pero nunca veo a nadie llegar. No puedo evitar preguntarme cómo será mi compañera (o compañero) de intercambio. ¿Vivirá allí o estará solo durante una temporada? ¿Estará visitando a alguien? ¿Qué le había llevado a empezar eso? ¿Me estaría vigilando de alguna manera para saber cuándo dejar los libros cuando no estaba yo?

Según se acerca el fin de semana, me voy sintiendo más y más angustiado por el prospecto de que este pequeño juego se acabe sin más. Es domingo, y el último día que vamos a pasar en el pueblo. Ya hemos recogido toda la ropa de cama y la cubertería, y las pocas cosas que quedaban por ahí. Hemos desmontado los muebles y los hemos sacado, o se los hemos dado a algún vecino que parecía interesado en quedárselos. Cada persona que pasa, o cada persona que me mira, me hace preguntarme si será la que está dándome libros. Si sabrá quién soy, o si está tan perdida en este misterio. 

Cuando llego al banco esa última tarde, me encuentro con un ejemplar del Quijote y frunzo el ceño ante la atípica elección. ¿Por qué ha cambiado la dinámica? Todo queda explicado cuando leo la nota:

Ha sido un placer poder hacer esto contigo. Hacía mucho tiempo que no me lo pasaba tan bien jugando a algo, y mucho menos algo tan gratificante como leer. 

Sé lo que estás pensando: El Quijote no es una novela de misterio, ¿qué hace? Verás, sé que esta es una despedida, y me pareció apropiado regalártelo. Este fue el primer libro que me pude comprar cuando era joven. Además, todo el mundo conoce la historia de Don Quijote de la Mancha. Da igual que Cervantes lleve siglos muerto, y da igual el idioma. Todos se acuerdan, y me gusta pensar que tú también te acordarás de mí cuando veas los libros que te he regalado. 

Gracias, y buen viaje.

La vuelta a casa es amarga. Le dejé otra nota con otro libro, pero está claro que aquello era una despedida. 

Nada más entrar a la casa a recoger las últimas cosas, me paro a mirar el libro: es una edición muy vieja, con las páginas amarillentas y algo roídas por los bordes; el dibujo emborronado en la portada y el lomo magullado y casi desecho. Está claro que alguien había querido mucho a aquel libro, y ahora es mío. 

—¿De dónde has sacado eso? Llevaba meses buscándolo.

Levanto la cabeza para mirar a mi tío.

—¿Qué? 

Él señala mis manos con la cabeza.

—El libro. Era de mi madre. Se lo quise llevar al hospital la última semana, pero no lo encontraba por ninguna parte. 

Sentí que se me helaba la sangre en las venas. 

—¿Esto era de la tía? —mi voz subió una octava, y carraspeé para borrar el horror. 

No podía ser. Debía ser una casualidad, o alguien que le había robado el libro sin querer y me había gastado una broma, o…

—Sí, era su libro favorito. Los últimos años le encantaban las historias de misterio y de terror, pero ese fue su primer libro. Me contó la historia de cómo se lo compró en una librería de un pueblo cercano cuando apenas tenía catorce años —soltó una pequeña carcajada triste—. No sé ni cuántas veces la habré escuchado. ¿Estaba en una de las cajas de la habitación grande?

No podía articular palabra. Esa era la misma historia que me había contado mi compañera de intercambios. Era la misma elección de libros que me había estado dejando. 

Debería estar aterrado. Debería querer lanzar el libro por los aires, justo con el resto que recibí, o quemarlos todos. 

Sin embargo, no es terror lo que siento en este momento al mirar la tapa gastada y dañada. Lo que siento es una calidez, como si la persona hubiera puesto un pedazo de su alma en cada una de sus lecturas. Como si me quisiera acompañar en cada uno de sus regalos. 

Así que no lo tiro, ni se lo doy a mi tío, ni le cuento todo lo que ha pasado. En lugar de eso, simplemente pregunto:

—¿Te importa si me lo quedo? Creo que a la tía le hubiera gustado que lo leyera.