martes, 20 de octubre de 2020

Prompt 17: Día de la Madre

 —Al final vienes esta tarde, ¿no, Isabel?

Disimulé una mueca cuando escuché la pregunta de Ana y levanté la mirada de mi sándwich de jamón y queso.

—No, lo siento. Mi madre no me deja, y ya sabes cómo se pone.

Ana, junto con Laura y Maite me miraron con el ceño fruncido y las ya conocidas miradas de desaprobación.

Siempre era la misma historia: ellas hacían un plan normal, divertido, pero yo nunca podía ir. No pasaba nada el año pasado, pero ya estábamos en segundo de la ESO, y cada día me daba más cuenta de lo mucho que eso estaba molestándolas. Si esto seguía así, las perdería, y eran mis únicas amigas.

Miré alrededor de nuevo, más como un acto reflejo que otra cosa, casi esperando ver a mi madre cruzar la esquina para ver cómo iba. No era lo usual, pero pasaba de vez en cuando, y no quería que me escuchara hablar de esto con ellas. Siempre se enfadaba mucho cuando mis amigas hacían planes que a ella le parecían peligrosos.

—Isa, ¡esto es ridículo! —Ana casi gritó y la miré con los ojos muy abiertos— Vamos a ir a dar una vuelta a un parque, y te hemos dicho que va a ser al lado de tu casa.

—Ya tienes casi catorce años —añadió Maite—, ya es hora de que te dejen salir de casa un viernes por la tarde.

Suspiré y sentí cómo los ojos se me llenaban de lágrimas.

—Si ya lo sé, y yo quiero ir. Pero no me deja.

—¿Se lo has preguntado acaso? —Ana era la que más enfadada se ponía cada vez que pasaba algo así… lo cual, por desgracia, era casi cada semana.

—¡Claro que se lo he preguntado! —repliqué, con las lágrimas saltándose de mis ojos— Pero ha dicho que no, y no me puedo escapar.

—¿Por qué te ha dicho que no?

—No lo sé. Solo dijo “porque no”, y le pregunté mil veces. Luego se enfadó y amenazó con quitarme el móvil.

Ana bufó.

—¿Qué más da? Para lo que puede hacer ese móvil viejo…

Miré al suelo, avergonzada. Era el primer móvil que tenía, y me gustaba bastante. No era un smartphone como el de mis amigas sino un teléfono antiguo de mi madre, que me había dejado para poder mandarme mensajes a lo largo de la mañana para ver cómo iba. No tenía internet, y le había desinstalado los juegos para que no me distrajera y no hiciera los deberes.

Sin embargo, era mi única manera de poder hablar con ellas. Les había pasado mi número a escondidas. Tenían que llamar ellas, porque sino mi madre se enfadaría si le llegaba la factura de llamadas, pero aún así lo sentía como mi única manera de conectar con el exterior.

 

En el camino a casa después del instituto, mi madre iba hablando sobre lo que había hecho esa mañana, y sobre cuánto me había echado de menos. Siempre se aseguraba de decírmelo cada vez que me iba a algún sitio. A una parte de mí le gustaba, pero a otra parte le daba una sensación extraña que normalmente intentaba ignorar.

—¿Qué te pasa? —me reprochó mi madre nada más entrar en casa.

—Nada.

Cerró la puerta de un portazo, y me sobresalté.

—¡No me mientas! Casi no has hablado en todo el camino. ¿Qué pasa? ¿Esas amigas tuyas te han dicho algo? ¿Te han molestado? ¿Alguien te ha pegado? ¿Te ha dicho algo algún profesor?

Esa ráfaga de preguntas me dejó confusa un momento.

—¿De dónde te has sacado todo eso? —no pude evitar preguntar, con tono confuso.

Mi madre había pasado de venir contenta todo el camino a estar roja de enfado. Era una de las cosas que más miedo me daban: los cambios de humor repentinos. Nunca sabía qué podría hacerle enfadar, porque a veces eran cosas que no entendía o cosas que otras veces no la hacían enfadar. Siempre tenía que ir con cuidado de cómo decirlo todo.

—Así que es verdad. ¿Por qué no me lo habías dicho antes? —recriminó— Te tengo dicho que me llames si pasa algo en el instituto e iré a buscarte.

—No, no es eso, mamá —repliqué rápidamente—. No pasa nada, de verdad.

Ella echó a andar con pasos fuertes hacia el salón, donde se quitó la chaqueta y la dejó sobre el respaldo de una silla. Yo la miré desde la entradita, insegura de qué era lo que había hecho mal esa vez.

—¿Qué haces? Vamos, quítate la chaqueta, que tienes cosas que hacer. Venga, dímelo, ¿qué te pasa?

Suspiré frustrada.

—Que no me pasa nada, mamá.

Mi madre entrecerró los ojos hacia mí y se acercó.

—Isabel…

Di un paso rápido hacia atrás.

—¡De verdad! Es solo que… he estado pensando… mis amigas van a estar un rato en el parque hoy, y me gustaría ir un ratito con ellas.

—Isabel, ya hemos hablado de esto —me agarró del brazo—. Eres muy pequeña como para salir sola por aquí, te puede pasar cualquier cosa. Esas amigas tuyas están muy descuidadas por sus padres, pero tú no. Lo hago por tu bien.

—Mamá, ya tengo casi catorce años…

—¡¿Y qué?! Eres muy pequeña como para estar por ahí.

—¡Es el parque de al lado, lo puedes hasta ver por la ventana si quieres!

—¡Te he dicho que no! No vas a salir sola aún, y punto. Ahora ve a lavarte las manos para que podamos comer.

Cuando llegué a la cocina, mi madre me dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla. Yo estaba muy enfadada con ella porque nunca me explicaba el por qué de nada, pero aún así fingí una sonrisa y le devolví el abrazo. Si no lo hacía, se volvería a enfadar y me diría que no tenía derecho a cabrearme con ella, porque la que estaba equivocada era yo.


A eso de las seis de la tarde estaba en el salón con mi madre viendo la serie que veíamos todas las tardes después de hacer los deberes. Ella insistía en hacer cosas las dos juntas. En cierto modo, me gustaba que mi madre pasara tiempo conmigo. Lo que no me gustaba era que, aunque a veces me apeteciera hacer otra cosa, ella se enfadaría si se lo decía.

Entonces llamaron al teléfono. Me quedé paralizada en el sofá al reconocer el sonido de mi móvil en la mesa.

—Uy, ¿quién te llama ahora?  —mi madre se incorporó para cogerlo. Quise decirle que no, que era para mí, pero eso no le gustaría — ¿Sí? ¿Cómo? ¿Para Isabel? ¿Quién eres?

Podía escuchar a Laura al otro lado del teléfono, con esa voz tímida pero segura que solía poner al hablar con los profesores en clase, pero no distinguí lo que dijo.

—Pues es que está ocupada. No, no puede salir. ¿Qué por qué? Pues porque no. No lo tienes que entender, soy su madre y digo que no y punto. No, no puedes hablar con ella, estamos ocupadas. Adiós.

Miré a mi madre con la boca abierta, horrorizada. ¿Cómo había podido ser así de borde con Laura? No me lo podía creer. Ahora Laura no querría saber nada de mí, y quizás las demás tampoco.

—¡¿Por qué has hecho eso?! —chillé, apartándome de ella en el sofá.

El guantazo en el brazo me pilló de sorpresa, y siseé de dolor.

—¡No me grites! Le he dicho eso porque es la verdad, y esa niña es una impertinente. No quiero que vuelvas a hablar con ella, no te va a hacer bien.

—Mamá, no puedo dejar de hablar con ella, ¡es mi amiga!

—Como si es el Papa. Mañana mismo le dices que dejas de ser su amiga.

—No voy a hacer eso.

No fue lo correcto que decir. Sentí otro golpe en el brazo antes que verlo.

—Sí lo vas a hacer. Es más, lo vas a hacer también con el resto. Estoy harta de en lo que te estás convirtiendo desde que las conoces. Antes no me respondías así, y esas niñas solo saben salir por ahí y ponerse en peligro. No voy a dejar que también te pongan en peligro a ti.

—¡Mamá, no se ponen en peligro! ¡Solo comen pipas en un banco y hablan de chicos!

—¡De chicos! ¿Qué chicos? Sois muy pequeñas para hablar de esas cosas. Tú no habrás estado con ningún chico, ¿no?

—¡Claro que no! —no fue una mentira. Nunca me habían interesado los chicos en lo mas mínimo. Mis amigas me parecían mucho más interesantes.

—Como me entere de que me mientes…

—¿Por qué te iba a mentir?

—Es igual. Mañana quiero que te despidas de ellas. He estado mirando información en internet, y a partir del mes que viene te voy a educar en casa.

El silencio dentro de mi cabeza era atronador. Me costó un buen rato procesar lo que acababa de decir.

—¿Qué? —salió en apenas un susurro.

—Lo que has oído. Es muy peligroso ese instituto, y todos los demás. Eres muy pequeña para estar con tanta gente que podría hacer algo malo. ¿Sabes la de adolescentes que se suicidan por sufrir bullying en las clases? ¿O la de adolescentes que se meten en las drogas porque sus amigos les convencen? —su madre negó con la cabeza y chasqueó la lengua— No, no. Tú no vas a ser de esas. Te voy a educar aquí en casa, donde puedes estar segura. Me he informado de todo, no te va a faltar de nada.

Las lágrimas habían empezado a escapar de mis ojos en algún momento, pero no sabía ni cuándo. Ir al instituto era el único momento en el que podía estar con más gente aparte de ella. El resto del tiempo estaba en casa con ella, o la acompañaba a todos los sitios donde tenía que ir (ya que quedarme en casa sola era muy peligroso). Era el único momento en el que podía hablar con mis amigas sin pensar que mi madre me estaba escuchando.

Y ahora me lo iba a quitar.

—No…

Ella frunció el ceño.

—¿No, qué?

—Por favor, por favor —supliqué, juntando las palmas de las manos—, no hagas eso. Déjame seguir en clase con mis amigos. Déjame seguir en el instituto.

Mi madre puso cara de pena y me cogió de los brazos, forzándome a abrazarla.

—Ay, cielo —me acarició el pelo—. Es lo mejor para ti. Eres muy joven, y no es seguro.

—Pero todo el mundo va, y a nadie le pasa nada.

—Nunca pasa nada, hasta que pasa.

Esa frase. Esa dichosa frase. Me la había dicho desde que tenía uso de razón, tantas veces que prácticamente la llevaba tatuada en la frente para ese momento. La escuchaba por la calle, la escuchaba cuando cerraba la puerta de mi cuarto, la escuchaba cuando me metía en internet en su ordenador para hacer algún trabajo. La escuchaba hasta en mis pesadillas.

—No quiero…

—Ya sé que no te hace gracia la idea, cariño. Pero verás como en seguida te acostumbras al cambio e incluso te gusta más. ¿Quién te va a conocer mejor que yo? Te enseñaré para que aprendas mejor, para que memorices mejor y para que seas más lista que todos ellos. Eres mi niña, y no quiero que te pase nada. Te quiero. Por eso hago todo lo que hago, aunque ahora no lo entiendas. Lo hago para protegerte.

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