viernes, 16 de octubre de 2020

Prompt 15: Última frase obligatoria

Que seas consciente de que va a pasar algo no quiere decir que estés preparado para ello. 

Cuando hace cientos o incluso miles de generaciones nuestros científicos avisaron de que la vida de nuestra estrella llegaba a su fin, muchos de nuestros antepasados no quisieron perder tiempo pensando en ello. Quedaban tantos años para eso que parecía inútil pensarlo en ese momento. 

Incluso cuando hace tan solo algunos cientos de generaciones el sol empezó a calentarse más y más (empezaba a quedarse sin reservas de hidrógeno), nuestros ancestros seguían sin creerse que ese iba a ser nuestro fin. Después de todo, habíamos superado varios desastres nucleares, varias pandemias mortales, e incluso algunos calentamientos globales. Si hasta habíamos sido capaces de desviar de su órbita varios meteoritos que podrían haber terminado con la vida en la Tierra.  

Habíamos superado tanto como especie, que nadie podía pensar que fuera algo tan orgánico como la muerte de nuestra estrella lo que terminaría con la vida en la Tierra. 

Por supuesto, la jerarquía social seguía en el mismo sitio de siempre. Era una constante en nuestra sociedad. Y era por eso que los más ricos del planeta habían sido capaces de abandonarlo en naves hacía décadas, cuando la temperatura del Sol acababa de comenzar a subir, y los niveles de agua comenzaron a bajar. 

—¡Nadia, vámonos o no vamos a llegar! 

—¡¡No encuentro mi dichoso pasaporte!! 

Me giré hacia mis dos mejores amigos. Estaban sudando, y su piel estaba muy tostada por el calor y la radiación de nuestra estrella moribunda. 

Los gobiernos habían puesto en marcha un sistema para poder escapar del planeta. Los ancianos y niños, al ser más débiles, se fueron los primeros; después, la gente de mediana edad. La gente joven, los que teníamos más posibilidades de sobrevivir, fuimos relegados al final con instrucciones muy estrictas para poder salir de aquí en naves más baratas. 

Y mis amigos no encontraban su dichoso pasaporte. 

Era lo único que nos permitía salir de allí, una forma de hacer un enfermo cribado social. 

Escuché a Pablo toser a mi lado. Su garganta estaba permanentemente seca, y se había vuelto asmático en los últimos meses. Puede que los jóvenes tuviéramos más posibilidades, pero eso no quería decir que fuéramos inmortales. Ya habíamos perdido a María hacía unas semanas, de una fiebre que nunca bajó, y temía que Pablo no pudiera superar lo que fuera que se le había agarrado a los pulmones.

—¡Ya está! 

Nadia salió corriendo de la casa, seguida de cerca por un Raúl con el ceño fruncido. Ambos llevaban unas maletas pequeñas, grises, exactamente iguales a la que llevaba yo. Era el único equipaje que se nos permitía llevar. 

Nos metimos en nuestro coche, con los nervios a flor de piel, y me dediqué a mirar por la ventana. Los cristales tintados obligatorios (tanto de las ventanas como de las gafas de sol homologadas) dejaban ver una bola masiva en el cielo, que se me antojó más rojizo que nunca. 

Esperé escuchar el clic del motor del coche, pero tan solo sonó un chillido, como un bufido enfadado del motor. Mi cabeza se giró hacia Nadia. La vi girar la llave una y otra vez, sin resultado, como si aquello fuera una especie de pesadilla. Me costó un rato escuchar que estaba diciendo “no, no, no” como una plegaria. 

—¿Nadia? —pregunté, esperando que fuera alguna broma. 

—No me jodas —susurró Raúl.

El pobre Pablo tuvo un ataque de tos y le dio una arcada. 

Mi mente empezó a pensar con rapidez, y miré el reloj. Quedaba una hora y cuarto para que despegara nuestra nave, junto con otras doscientas en todo el planeta. 

Las últimas naves. 

Vamos a llegar. 

—Vamos —dije, abriendo la puerta del coche.

—¿Elena? —Pablo me miró con confusión en sus ojos turbios. 

—No funciona —constaté, lo más calmada que pude—, y probablemente no va a funcionar por mucho que nos quedemos. Está muerto. Tenemos que buscar otro coche, o echar a andar ya, o no vamos a llegar. 

—No podemos llegar andando —replicó Raúl, pero salió del coche—, está demasiado lejos. Tendríamos que correr todo el camino, pero no podemos —no pudo evitar que su mirada fuera a Pablo en la última frase. 

—Elena tiene razón —Nadia salió también, con determinación en sus ojos—, tenemos que avanzar.

Y así hicimos durante otros quince minutos, esperando que apareciera algún otro vehículo, cualquiera, que pudiera recogernos y llevarnos hasta la nave. 

—¡Allí! ¡Alguien viene! —Nadia casi saltó de la emoción, levantando una nube de polvo a su alrededor.

Todos nos giramos y nos quedamos mirando a la carretera, por donde venía un pequeño coche que hacía demasiado ruido como para estar en buen estado. Todos empezamos a saltar y a gritar, haciendo gestos con las manos para que el conductor parara. 

El conductor no solo nos esquivó, sino que aceleró aún más y nos sacó el dedo por la ventanilla. 

Sin poder evitarlo, empecé a llorar, pero nos forzamos a seguir caminando. Pasaron otros diez minutos antes de que Pablo empezara a toser de nuevo, tanto que se dobló en dos y vomitó junto al arcén. 

—Tenéis que seguir sin mí —dijo cuando por fin pudo respirar. 

—¿Perdona? —respondimos todos a coro.

—Lo que habéis oído —era curioso; las últimas semanas, Pablo había parecido muy decaído, con los ojos vacíos y la voz temblorosa, pero en ese momento estaba erguido y su voz no tembló ni un momento—. Si seguimos andando, vamos a quedarnos los cuatro en tierra. Si echáis a correr, podréis llegar antes de que cierren las puertas. 

Discutí durante varios minutos, tanto como todos los demás, pero mi corazón se estaba partiendo en mi interior. Sabía que Pablo tenía razón, nunca llegaríamos con él. Y, si estuviera en su lugar, sabía que querría que el resto pudieran sobrevivir. 

Cuando nos despedimos, entre lágrimas y abrazos, no miré atrás. Por suerte, el dolor de tener que correr fue tan grande, que tampoco pude pensar demasiado en ello. Guardé todo mi dolor y culpa en una cajita pequeña, que abriría una vez que estuviéramos en el aire. 

Para cuando vimos la nave de fondo, con la enorme fila de gente disminuyendo más y más según entraba, tenía la sensación de que mis pulmones iban a estallarme en el pecho. Nadia se había tenido que parar a vomitar después de los primeros diez minutos de sprint, pero ya lo habíamos conseguido.

Una sonrisa se abrió paso en mi cara cuando me di cuenta de que tan solo nos quedaban un puñado de minutos. Lo habíamos logrado. Habíamos llegado. Estábamos salvados, y en unos años podría ver de nuevo a mis padres y a mis dos hermanas pequeñas. 

Estaba tan concentrada, tan distraída por mi propia esperanza, que por eso no vi la sombra de las tres personas que estaban agazapadas tras una esquina, apenas un par de calles antes de la entrada al recinto de la nave. 

Eran tres hombres, con los ojos amarillentos y la ropa negra repleta de polvo. Uno tenía una pistola; los otros dos, cada uno un cuchillo.

No, no, no, no.

—No, no, no —escuché a Nadia repetir a mi lado, en un susurro agónico. 

—Lo siento, chavales —dijo uno de los que tenían cuchillos—. Hasta aquí llega vuestro viaje. Pasaportes. 

—No. 

El de la pistola puso los ojos en blanco.

—O nos los dais y seguís viviendo, u os matamos y nos los quedamos igual.

—¡Tienen nuestras fotos, no sirve de nada! —gritó Nadia en un tono estridente. 

El otro se encogió de hombros.

—Seguro que nos las apañaremos. Dádnoslos. 

El gobierno nos había jurado y perjurado que mandarían naves de repuesto, que las pondrían en marcha para los rezagados y los que no habían llegado a tiempo. Casi todo el mundo creía que era tan solo una mentira para tranquilizar a la población, pero en ese momento era en lo único en lo que podía pensar.

Yo fui la primera en sacar el pasaporte de mi bolsillo y lanzarlo a sus pies. Después fue Raúl. Por último, después de que uno de los otros diera un paso amenazante hacia ella, Nadia. 

Los tres nos miramos, y nuestros ojos solo reflejaban la derrota y la desesperanza. Lo último que se pierde es la esperanza, pero en ese momento parecía un consuelo de mierda.

Miré tras las gafas de sol, que se me caían por el sudor, a nuestra estrella. La que sería nuestro final. La que nos había arrebatado todo. 

¿Era más grande desde la última vez que la había mirado? ¿Cuánto tiempo nos quedaría antes de morir por deshidratación? 

Eran preguntas tontas, y no perdí mucho tiempo en pensar en ellas. Después de todo, no había nada más que pudiéramos hacer. 



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