«Bueno, al menos el agua está calentita»
Eso fue lo único que me consolaba un poco
esa noche.
Ahí estaba yo, con mi bañador azul oscuro
nuevo, las manos en las caderas, mirando la enorme expansión de agua que se
expandía a mi alrededor.
Eran las once de la noche de un viernes,
y en lugar de salir con mis amigos, me había colado en la piscina climatizada
municipal a aprender a nadar por mí mismo. Con diecisiete añazos. Y, en media
hora, tan solo me había atrevido a bajar el primer maldito escalón de la
piscina olímpica.
A ver, no es que no supiera nada. Bueno,
más bien, no es que no supiera sobrevivir. Si alguien me empujara al
agua en el punto más profundo de esta piscina sería capaz de volver a la
superficie y salir. Un poco como un gato asustado, pero vivo, por lo menos.
El problema era que a mí lo de nadar
nunca me había llamado mucho la atención. No era algo que me fascinara, ni me
lo pasaba genial yendo a la piscina en verano. Normalmente, lo único que hacía
era básicamente tomar el sol y presumir de abdominales.
Pero eso era hasta que llegó Mario.
Ay, Mario… con su pelo larguito y sus
ojos de chulo. Y con esos pedazo de hombros.
No había parado de presumir de que era
nadador en un equipo federado desde que se cambió a nuestro instituto a principios
de curso. De alguna manera, había convencido a todos mis amigos de ir mañana a
la piscina con él a pasar el día. Y a mí me había estado chinchando, diciendo
que tenía ganas de ganarme en una carrera.
—Pero cómo me vas a ganar en
una carrera, marica, si en cuanto me meto al agua empiezo a chillar y patalear
como un pug herido… —musité, pasándome una mano mojada por el pelo— Bueno,
venga, ya está.
Me dije eso para animarme a
meterme de una vez al agua, pero no me sirvió, por supuesto. Lo único que
conseguí fue bajar otro tímido escalón y ahogar un chillidito cuando el agua me
puso la piel de gallina.
—Las cosas que hago por amor…
Finalmente, después de otros
agónicos quince minutos, fui capaz de meterme por completo en el agua.
La primera vez, tardé cinco
minutos en atreverme a separar las dos manos a la vez del bordillo.
«Vale, genial, Jaime. Ahora solo respira…
respira… genial… ¡no, pero debajo del agua no! »
Saqué la cabeza de golpe, y mis brazos
corrieron a agarrar el bordillo. Ridículo, eso es lo que era. Escupí el agua, y
pensé en lo poco atractivo que era hacer eso. Así que no lo podía repetir mañana.
Poco a poco, me fui soltando y empecé a
nadar (más o menos) siguiendo la línea del bordillo. No me estaba molestando en
intentar dar brazadas y esas cosas de experto, pero por lo menos ya no
pataleaba como un animal moribundo y tenía cara de estreñido.
Después de un rato, incluso conseguí
hacer un largo entero sin tener que agarrarme al bordillo. ¿Qué si terminé extremadamente
cansado a pesar de que había ido muy lento? Pues sí. Pero no me había agarrado,
que era lo importante.
Llegó un punto en el que empecé a
pillarle el truco. Incluso me lo estaba pasando más o menos bien, y me atreví a
intentar bucear un poco al final del largo.
Quizás si no hubiera hecho eso hubiera
podido ver a tiempo la linterna que se dirigía hacia mí.
Pero no. Cuando quise sacar la cabeza al
llegar al bordillo, una luz me golpeó en la cara.
Solté un grito y agradecí estar
agarrado.
—¿Quién anda ahí? ¿Quién eres? —tronó
la voz de un hombre mayor.
—¡Por favor, no me mates! ¡Te
juro que no diré nada!
La luz dejó de apuntarme la
cara, y me atreví a abrir los ojos. Era un hombre de unos cuarenta años, calvo
y con una gran barba. Ah, sí, y un uniforme de guarda, acompañado de una porra
y la dichosa linterna.
Fantástico. Mi madre me iba a
asesinar. Encontrarían mi cuerpo magullado en un callejón, y el juez le daría
la razón a mi madre. ¿Cómo no iba a hacer eso, si su hijo era irremediablemente
estúpido?
Escuché un suspiro profundo cuando
el señor me vio metido en la piscina, con el pelo en la cara.
—¿Cuántos años tienes?
—Diecisiete —respondí, con la
boca pequeña.
Me pareció ver que ponía los
ojos en blanco.
—Claro que sí. Y, casualmente, te
has dejado el DNI en casa, ¿a que sí?
Parpadeé confuso.
—No, está en mi cartera —señalé
mi ropa, que había dejado en un montón al lado de la pared.
Eso pareció sorprenderle.
—¿Te has colado en la piscina a
hacerte unos largos, eh? Parecía buena idea en tu cabeza, ¿supongo? ¿Qué podría
salir mal?
Empecé a temblar, confuso y más
que un poco asustado. Tampoco sabía qué responderle a eso, porque era justo lo
que había pasado.
—¿Puedo salir? —me atreví a
preguntar.
—Claro, hombre. Y ya si tienes
el teléfono a mano me vendría de perlas, porque vamos a hacerle una llamadita a
tus padres.
«Adiós, Mario. Eres lo mejor que me ha
pasado en la vida, te amaré siempre. Por favor, recuérdame como un tío guay, y
no como el chaval al que pillaron colándose en una piscina, aprendiendo a nadar
para impresionarte»
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