Olor a dulce
Lucas se levantó esa mañana muy temprano, cuando aún todavía no había salido el sol. Lo sabía porque, desde que se le rompió una persiana vieja hacía seis meses, cada vez que se despertaba podía ver el cielo. No le gustaba demasiado que el sol le despertara, pero lo prefería a los gritos y los llantos de sus amigos desde otra habitación.
Sabía que no podía levantarse hasta las ocho, ya que sino Elena y Matías, sus cuidadores, se enfadarían con él.
Así que se quedó en la cama, recordando el sueño que acababa de tener, sabiendo dentro de su alma que ese día sería el mejor Día de Reyes de toda su vida.
El sueño no había sido muy claro. De hecho, ya solo le quedaban sensaciones vagas en la boca del estómago, parecidas a cuando llevaba muchas horas sin comer porque le habían castigado. Pero esta era muy diferente, porque le hacía sentir contento.
En su sueño había alguien. Alguien mayor, que le hablaba con una voz agradable y alegre, y después le abrazaba. Un abrazo calentito como no recordaba nunca que le hubieran dado. Sí era cierto que Elena y Matías se portaban muy bien con él -y con todos-, y que el resto de sus amigos también solían abrazarle cuando estaban contentos o él estaba triste. Pero ese abrazo se había sentido diferente. Más... pleno. Más feliz.
También recordó un olor a algo dulce, como un pastel o un bollo. Sabía que le recordaba a algo, pero no sabía exactamente qué podía ser. En todos los años que llevaba en ese cole, ninguno de los bollitos que les habían dado había olido tan rico.
se le pasaron los minutos mientras miraba al techo sin ver nada realmente. No podía parar de pensar en esa sensación de felicidad. Tanto era así, que ni siquiera se dio cuenta de que la mayoría del tiempo la había pasado con una minúscula sonrisa en los labios.
Cuando por fin escuchó ruidos afuera, se levantó corriendo y fue al comedor dando saltitos. Elena se le quedó mirando con curiosidad, y con un mechón de pelo canoso cayendo por su frente.
—Uy, ¿y a ti qué te pasa? —le preguntó, también con una sonrisa. Sin embargo, Lucas pudo ver que debajo de aquella fachada alegre, la mujer parecía muy cansada.
Como siempre.
—Hoy es día de reyes —explicó él, con simpleza—, y voy a tener un regalo genial.
La mujer sonrió aún más ampliamente, y Lucas vio que tenía un cartón de leche vacío en la mano. Le empujó a sentarse en una de las sillas para empezar el desayuno, aunque aún no había casi ningún niño más alrededor.
—Ya sabes que hasta las doce no os podemos dar los regalos, cuando estéis todos —advirtió ella.
Lucas se encogió de hombros, mirando los sosos cereales con disgusto.
—No me refiero a ese. Va a ser uno mucho mejor, ya verás.
Lucas apenas tenía recuerdo de los pasados cuatro años, con sus respectivos cuatro días de Reyes. Y siempre, sieeempre, les habían regalado a todos algún libro o alguna revista, quizá un pequeño coche de juguete. A todos les hacía mucha ilusión, incluído a él. Sin embargo, ese año ese regalo que aún no conocía se le había quedado pequeño.
Sus amigos Rafita y Valeria no tardaron en llegar. Eran sus mejores amigos de allí. A veces se peleaban entre ellos, porque Rafita a veces se ponía un poco bruto jugando y Valeria solía irse llorando y gritando cada vez que alguien le llevaba la contraria. Sin embargo, a Lucas le caían bien.
Pasaron la mañana juntos, como siempre. Era sábado, así que no tenían que ir al aula de clases esa mañana, y pudieron pasarla charlando y jugando en una de las salitas. Su preferida era la que tenía las paredes pintadas de azul.
Lucas les contó su sueño, y sus amigos se rieron y le contaron lo que habían soñado esa noche también.
Pero él dejó de escuchar cuando sus oídos recogieron unas risas fuera de la puerta. Se asomó corriendo, pero solo alcanzó a ver la espalda de un hombre mayor de vaqueros y chaqueta verde girando por la esquina del pasillo. Su estómago hizo una cosa rara, parecida a la que hacía cada vez que estaba a punto de empezar una carrera en la clase de Educación Física.
—¡Lucas! ¿Qué haces? —le llamó Rafita— Ven, vamos a jugar a algo.
El resto de la mañana pasó volando. El regalo que les tocó a todos ese año fue un MP3 pequeñito, que tenía cien canciones. ¡Cien! Lucas, Rafita y Valeria se pasaron el resto del día escuchándolas y comentándolas. Era el regalo más chulo que les habían dado hasta la fecha.
Además, Matías había estado contándoles un cuento por la tarde a los que habían querido. Siempre los contaba muy bien, porque tenía una voz muy agradable y siempre actuaba igual que lo que estaba leyendo.
Pero a Lucas no se le había olvidado que aún le quedaba un regalo. Casi era la hora de la cena, y la emoción que había tenido durante todo el día se había ido transformando en otra cosa mucho más fea. No paraba de pensar que había sido un tonto por haber estado esperando algo durante todo el día. Además, ¿qué estaba esperando? En todos los años que estaba allí, nunca había pasado nada emocionante, y no entendía por qué justo ese día había ido diciéndole a todo el mundo que iba a pasar algo guay.
—Se van a pensar que soy un tonto —susurró, con los puños sujetándose los mofletes, sentado en la cama después de ducharse.
Justo en ese momento, llamaron a la puerta y él dio un bote en la cama por el susto. Elena asomó la cabeza con una pequeña sonrisa, y justo encima de ella apareció también la cabeza sonriente y gordita de Matías.
—Lucas, ¿puedes venir un momento?
Él se levantó automáticamente, asintiendo. El corazón le iba muy rápido, pero no sabía por qué. Solo sabía que Matías y Elena nunca habían ido a buscarle a su cuarto.
Según iba por el pasillo quiso hacer muchas preguntas, pero no se le ocurrió ninguna en concreto y se quedó callado. Los otros dos seguían sonriendo.
—¿Sabes? —comentó Elena— Creo que tenías razón esta mañana, cuando me dijiste que te quedaba un regalo.
Antes de poder decir nada, entraron a la oficina del director. Si se hubiera dado cuenta de que iban hacia allí, se hubiera pensado que se había metido en líos.
El director estaba acompañado por dos hombres mayores. Los dos eran morenos. Uno tenía barba, pero el otro no. Lucas pareció reconocer al señor de los vaqueros y la chaqueta verde que había visto por el pasillo esa mañana. ¿Qué hacía allí de nuevo?
—Hola, Lucas —saludó el director.
—Hola —respondió él. Se había olvidado de su nombre, de nuevo—. ¿He hecho algo mal? —preguntó, ahora de repente preocupado.
Los dos hombres le estaban mirando con unas sonrisas enormes en la cara, y uno de ellos rió entre dientes a lo que Lucas preguntó. Lucas tampoco podía parar de mirarles con curiosidad.
—No, no te preocupes —dijo el director—. Tengo una noticia que creo que te va a gustar. Dime, Lucas, ¿tú estás bien viviendo aquí?
Lucas le miró rápidamente, extrañado. Se encogió de hombros.
—Supongo. Están mis amigos, y Elena y Matías siempre son majos.
—Bueno —continuó él—, ¿y qué te parecería mudarte a otro sitio? Otro sitio en el que no haya siempre tantos niños, donde tengas una habitación muy grande para ti solo.
Lucas sintió que se le iba a salir el corazón del pecho. Miró a los dos hombres casi con urgencia, intentando encontrar respuestas a todas las preguntas que tenía en su cabeza.
Finalmente, uno de ellos se acercó y se agachó hasta quedar a su altura. Tenía los ojos marrones muy claritos.
—Hola, Lucas —se presentó, tendiéndole una mano.
Le gustaba su voz. Le dio la mano.
—Hola. ¿Quién eres?
El hombre sonrió aún más.
—Yo me llamo Iván, y ese de ahí es Javier. ¿Qué te parecería si fuéramos tus nuevos papás?
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