Viento
Los dos hombres caminaban entre los altísimos árboles con un paso agradable y gracioso, sin ninguna prisa por volver a casa. Llevaban toda la tarde fuera, buscando presas por los alrededores para traer a su manada, así que ambos cargaban con sendas bolsas llenas de pequeños animales que servirían para comer durante un par de días. Suficiente, pero no demasiado para que la comida no se les estropeara.
Los dos iban desnudos, charlando animadamente sobre la caza. Se habían pasado todo el día en su forma de lobo, y ahora estaban aprovechando para comentar la jugada, ya que podían hacer mejor uso de sus cuerdas vocales.
La forma de lobo estaba mejor para muchísimas cosas, y también les servía para comunicarse ligeramente, pero la capacidad del cuerpo humano para conversar era una de las que más disfrutaban.
—Sinceramente, pensé que se nos iba a escapar —rió uno de ellos, moreno.
Los dos eran betas de la manada, así que no había rivalidad entre ellos. Además, hacían un muy buen equipo.
—No te voy a engañar, yo también lo pensaba —respondió el otro, con el pelo de un castaño claro—. Has hecho una finta muy rara, por un momento pensé que estabas haciendo el tonto de nuevo.
El moreno pareció no ofenderse por ese comentario, y sonrió de lado con tranquilidad.
—Estoy intentando una cosa nueva.
—¿Ah, sí? ¿El qué? —se burló el otro.
Su compañero le echó una mirada sucia.
—Me da igual que no me creas. Ya me reiré yo cuando consiga hacerlo y no te enseñe ni un poquito.
El rubio bufó.
—Simplemente te copiaré.
Su amigo le clavó los ojos ámbar.
—¿No tienes ni un poquito de orgullo, o qu-?
Ambos se pararon en seco al notar un olor extraño. Casi inmediatamente, se escuchó un grito agudo viniendo de la dirección de su campamento.
Los dos se pusieron tensos, pero no echaron a correr. En lugar de eso, ojearon sus alrededores intentando identificar ese olor tan extraño e inquietante. Escucharon un gruñido potente a lo lejos, pero en seguida lo reconocieron como el gruñido del alfa.
Ahí sí que echaron a andar a paso ligero, cautelosos, listos para transformarse en lobos y correr a toda prisa al más mínimo cambio.
No fue hasta que no estuvieron a un par de minutos del campamento que vieron las tres sombras al lado de un árbol. El olor extraño se había ido haciendo cada vez más potente, hasta que los dos sintieron que lo que fuera que era eso estaba lo suficientemente cerca como para saltarles encima.
Al lado del árbol estaban el alfa y una mujer llorando. Sin embargo, lo que más les llamó la atención fue el pequeño cuerpo derrumbado sobre el árbol, desmadejado como una muñeca de trapo.
Era uno de los niños de la manada. Estaba a pocos meses de llegar a la mayoría de edad.
De su cuerpo salía un objeto punzante con plumas de colores en el extremo que sobresalía.
Los dos se quedaron helados durante un segundo. Tan solo se escuchaba el llanto de la mujer, la madre del pequeño, y el ruido del resto de animales del bosque. El viento se mecía y aullaba entre las hojas como un lamento más.
—No puede ser —fue lo primero que dijo el moreno, después de varios momentos de silencio espero y confuso.
El alfa fijo sus ojos oscuros y cabreados sobre ellos.
—Pues ya ves que sí. No es que yo te lo diga.
—Puede que haya sido otra manada. Puede que hayan decidido usar...
—Ya sabes que nosotros no usamos esta clase de armas. No tienen honor, ni clase, ni respeto hacia la persona —escupió en el suelo.
La mujer les miró con los ojos azules lleno de dolor y del mayor terror que habían visto en sus vidas. Si se hubieran mirado entre ellos en ese momento, podrían haberlo visto también reflejado en sus propias miradas.
—Pero... son solo una leyenda —el castaño se pasó la mano por el pelo, desesperado, y dejó caer la bolsa con las presas. ¿Qué más daba eso ahora?
La mujer sorbió por la nariz.
—Están aquí. Puedo olerlo. Sé que vosotros también lo oléis. Es parte de nuestro olor, mezclado con... con...
—Odio. Rabia —respondió el alfa—. Maldad.
El moreno soltó una risita histérica. En cualquier otro momento no se le hubiera ocurrido reírse delante del cadáver de uno de los pequeños, pero ni siquiera fue consciente de lo que hizo. Fue un intento de su cerebro de lidiar con lo que estaba pasando.
—No puede haber... humanos. Eso es una tontería. No hay solo humanos, igual que no hay solo lobos. Son cuentos de hadas. No hay partes de lobo y de humano que se separan en la luna llena. No hay humanos disparando flechas para terminar con nosotros.
No sabía a quién estaba intentando convencer, si a ellos o a sí mismo.
Era un cuento que se le contaba a los niños pequeños para que se portaran bien las noches de luna llena y no se alejaran demasiado del campamento, para que no se perdieran. Se decía que había algunos hombres lobo que, si les daba la luna, mutaban y las dos partes de su ser se separaban: la fuerza animal del lobo, y la inteligencia brutal del humano. Y que, al estar separadas, no eran capaces de controlarse ni inhibirse la una a la otra.
Así, el lobo se metería en peleas hasta la muerte con los pequeños.
Pero la parte humana... La parte humana sabía crear herramientas para no tener que acercarse. Cuerpo a cuerpo era más débil. Y no tenía el sentido del honor del lobo, así que atacaba de lejos, con armas de gran velocidad decoradas con partes de otros animales como señal de amenaza. Y de burla.
Los cuatro miraron reflexivamente a la luna. Ese día estaba llena, y refulgía con un tono amarillento. Un color enfermizo, como el que habían adquirido los ojos vidriosos del niño a sus pies.
Tendrían que volver al campamento y contárselo al resto. Después se irían de allí. Lo más lejos posible, hasta algún sitio donde pudieran esconderse en días de luna llena. Nada sería lo mismo después de eso.
El viento aullaba cada vez más, casi como coreando el llanto y el miedo que los cuatro estaban sintiendo al unísono. Doliendo por el pequeño.
Quizás si no hubiera estado soplando tan fuerte, los cuatro hubieran podido escuchar unas cuerdas estirándose, el crujido de los arcos al estar bajo tanta tensión, o las respiraciones nerviosas y agitadas de las personas que los sostenían, escondidos en las sombras de las ramas de los árboles a su alrededor.
Quizás, si la naturaleza no hubiera estado coreando su pánico, hubieran escuchado el silbido de las flechas al salir disparadas, certeras a los cuatro cuerpos.
Pero no fue así, y las hojas siguieron con su tétrica canción mucho después de que los cuatro cuerpos hubieran caído al suelo y dejado de respirar.
Queda poco tiempo para tantas palabras. No estoy intentando ser profunda, es que no puedo parar de procastinar.
lunes, 30 de marzo de 2020
sábado, 28 de marzo de 2020
Prompt 6: Ningún gerundio
Una última vez
Sentí una sensación familiar según perdía la consciencia. Era como un cosquilleo por las extremidades, una sensación de que algo no iba como debía.
Hacía varios años que no me pasaba, que no sufría una parálisis del sueño.
Una parte de mí estaba sorprendido: no entendía por qué ahora, por qué me pasaba de nuevo. Pensé que, una vez que pasara la adolescencia, me habría librado por completo de la dichosa parálisis, con sus dichosas sombras y sonidos y visiones inquietantes.
Sin embargo, intenté mantener controlada mi respiración y conté hacia atrás desde cien, de tres en tres, tal como había aprendido en un blog sobre alguien a quien le pasaba esto casi cada noche. Había funcionado hacía cuatro años, no entendía por qué iba a ser diferente ahora.
También intenté mover los dedos de los pies. Había leído en alguna parte que eso ayudaba a salir de la parálisis, y por intentarlo que no quedara.
Así que respiré. Conté. Intenté mover el dedo.
Seguí durante varios minutos.
Terminé los cien. Los repetí, y la tercera vez empecé por trescientos.
Tuve mucho cuidado de no pensar en la inmovilidad que sentía en todo mi cuerpo, en la sensación de que mi cuerpo no era mío, no era más que una cárcel que había colapsado y no me dejaba moverme.
Sobre todo, tuve mucho cuidado de mantener bien alejados los pensamientos fatalistas que me decían que iba a morir allí. Que algo iba a pasar y no iba a poder despertarme del todo. Nunca.
Pero nada de eso funcionó así que, después de lo que me parecieron horas, abrí finalmente los ojos. Decidí que si mi cuerpo quería que experimentara toda la parálisis antes de poder salir del maldito trance, pues que así fuera. Cuanto antes pasara, antes podría volver a dormir.
En pocos segundos vi algo moverse por el rabillo del ojo. Intenté girar la cabeza pero, claro, una de las cosas que tiene la parálisis es que no te deja mover ninguna parte del cuerpo, solo abrir los ojos.
Poco a poco, la sombra se volvió cada vez más claras en la periferia. Estaba de pie en la puerta de mi habitación, y se había quedado quieta. Empecé a escuchar una respiración profunda, pesada pero tranquila. Yo desde luego no era.
Me tensé. Era inevitable. A pesar de que sabía que todo eso era producto de mi cerebro adormilado, no podía no tener miedo. Tan solo quería que eso acabara, despertar, hacerme una tila y tratar de distraerme con memes o algo en mi móvil. Tenía mucha prisa en pasar por eso. Y bastante miedo, cada vez más.
La sombra, como solía hacer en mi adolescencia, empezó a acercarse con pasos igual de pesados que su respiración. Como si estuviera muy cansada. O muy nerviosa o excitada. Mi subconsciente, por supuesto, me decía que era esto segundo: que la sombra estaba muy pero que muy nerviosa por tenerme ahí, a su merced.
Pero, claro, eso era una tontería.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me di cuenta de que los ojos de la sombra eran de un rojo brillante. Sentí que me miraba, y que mi piel se ponía de gallina.
Mi respiración empezó a agitarse también. Nunca se me había puesto la piel de gallina. Nunca había sentido que me mirara así.
Bueno, quizás es simplemente que no me acuerdo bien de todo, intenté razonar.
Escuché una risa baja, profunda, que se coló en mis oídos como si fuera brea. Abrí los ojos de golpe -aunque no estaba muy seguro de cuándo los había cerrado siquiera.
¿Qué estaba pasando? Nunca había escuchado a mis alucinaciones reír. Para el caso, nunca había escuchado una risa tan... así. Oscura. Densa. Pesada.
Algo no iba bien. No sabía por qué, pero algo no iba bien. Tampoco sabía por qué me ponía así. Ya había pasado por esto. Muchas veces, más de las que me gustaría. Tenía experiencia. No tenía que exagerar así.
—No creo que sea exagerar —respondió la sombra a mi pensamiento.
¿Cómo?
—Ya nos conocemos desde hace mucho, Juan. Creo que es hora de que hablemos. Bueno —soltó otra risa gutural—, todo lo que podemos hablar contigo paralizado, claro.
Su voz era oscura, pesada, sofocante. Y yo había empezado a hiperventilar. Todas las alarmas en mi cerebro empezaron a saltar una tras otras, potentes como pinchazos en la cabeza. Todas me decían que tenía que moverme. Intenté hacerles caso, de verdad que lo intenté: concentré mis esfuerzos en los dedos de los pies, los de las manos, en la cabeza, los brazos, la piernas, todo. Pero nada funcionó. Lo único que se movió fueron mis ojos, que parecía no poder cerrar, y mi pecho al subir y bajar varias veces por segundo.
La sombra me miró fijamente durante mucho tiempo, al lado del borde de mi cama. Desde arriba. No sabía cómo podía saber eso, ya que sus ojos no tenían pupila: solo un torbellino carmesí que parecía centellear y girar, como si fluyera. Pero aún así sabía que estaba mirando dentro de mí, viendo mi terror. Y que le encantaba.
—Me ha gustado mucho venir todos estos años. Desde hace varios he estado observando desde fuera, para que no sospecharas, pero creo que ha llegado el momento.
Sentí una presión en la cabeza. Sabía que era su mano. Alargada, áspera como la corteza de un árbol. Pegajosa. Y caliente, muy caliente. Demasiado caliente. Me abrasó, pero no pude gritar.
—Me va a dar pena que termine nuestro viaje pero verás, me tengo que ir del país un tiempo, y no puedo retrasarlo más. Pero que sepas que te voy a echar de menos.
No entendí ni una palabra. O sea, objetivamente sí era capaz de entender lo que estaba diciendo, a pesar de que arrastraba la sílabas una tras otra, como si fueran una masa densa. Lo que no podía entender era el concepto, lo que trataba de decirme. Simplemente no podía.
Entonces lo vi. O lo sentí. no podía ver sus facciones, pero sentí que abría la boca. Demasiado. Mucho más de lo que una persona puede abrir la boca. Y sentí algo en el pecho, a pesar de que no me había tocado ahí.
Me sacó la respiración. La presión continuaba, como un imán que me atraía. Sentí que me iba a estallar la cabeza.
Entonces se agachó con un ruido como de quejido de madera contra metal.
Es curioso porque se supone que la parálisis del sueño ocurre... bueno, durante el sueño. Lo lógico sería que ahí me hubiera despertado de una pesadilla horrible. Pero sentí que pasaba al contrario, que me quedaba dormido.
Aunque me equivocaba. No me había dormido.
Sentí una sensación familiar según perdía la consciencia. Era como un cosquilleo por las extremidades, una sensación de que algo no iba como debía.
Hacía varios años que no me pasaba, que no sufría una parálisis del sueño.
Una parte de mí estaba sorprendido: no entendía por qué ahora, por qué me pasaba de nuevo. Pensé que, una vez que pasara la adolescencia, me habría librado por completo de la dichosa parálisis, con sus dichosas sombras y sonidos y visiones inquietantes.
Sin embargo, intenté mantener controlada mi respiración y conté hacia atrás desde cien, de tres en tres, tal como había aprendido en un blog sobre alguien a quien le pasaba esto casi cada noche. Había funcionado hacía cuatro años, no entendía por qué iba a ser diferente ahora.
También intenté mover los dedos de los pies. Había leído en alguna parte que eso ayudaba a salir de la parálisis, y por intentarlo que no quedara.
Así que respiré. Conté. Intenté mover el dedo.
Seguí durante varios minutos.
Terminé los cien. Los repetí, y la tercera vez empecé por trescientos.
Tuve mucho cuidado de no pensar en la inmovilidad que sentía en todo mi cuerpo, en la sensación de que mi cuerpo no era mío, no era más que una cárcel que había colapsado y no me dejaba moverme.
Sobre todo, tuve mucho cuidado de mantener bien alejados los pensamientos fatalistas que me decían que iba a morir allí. Que algo iba a pasar y no iba a poder despertarme del todo. Nunca.
Pero nada de eso funcionó así que, después de lo que me parecieron horas, abrí finalmente los ojos. Decidí que si mi cuerpo quería que experimentara toda la parálisis antes de poder salir del maldito trance, pues que así fuera. Cuanto antes pasara, antes podría volver a dormir.
En pocos segundos vi algo moverse por el rabillo del ojo. Intenté girar la cabeza pero, claro, una de las cosas que tiene la parálisis es que no te deja mover ninguna parte del cuerpo, solo abrir los ojos.
Poco a poco, la sombra se volvió cada vez más claras en la periferia. Estaba de pie en la puerta de mi habitación, y se había quedado quieta. Empecé a escuchar una respiración profunda, pesada pero tranquila. Yo desde luego no era.
Me tensé. Era inevitable. A pesar de que sabía que todo eso era producto de mi cerebro adormilado, no podía no tener miedo. Tan solo quería que eso acabara, despertar, hacerme una tila y tratar de distraerme con memes o algo en mi móvil. Tenía mucha prisa en pasar por eso. Y bastante miedo, cada vez más.
La sombra, como solía hacer en mi adolescencia, empezó a acercarse con pasos igual de pesados que su respiración. Como si estuviera muy cansada. O muy nerviosa o excitada. Mi subconsciente, por supuesto, me decía que era esto segundo: que la sombra estaba muy pero que muy nerviosa por tenerme ahí, a su merced.
Pero, claro, eso era una tontería.
Cuando estuvo lo suficientemente cerca, me di cuenta de que los ojos de la sombra eran de un rojo brillante. Sentí que me miraba, y que mi piel se ponía de gallina.
Mi respiración empezó a agitarse también. Nunca se me había puesto la piel de gallina. Nunca había sentido que me mirara así.
Bueno, quizás es simplemente que no me acuerdo bien de todo, intenté razonar.
Escuché una risa baja, profunda, que se coló en mis oídos como si fuera brea. Abrí los ojos de golpe -aunque no estaba muy seguro de cuándo los había cerrado siquiera.
¿Qué estaba pasando? Nunca había escuchado a mis alucinaciones reír. Para el caso, nunca había escuchado una risa tan... así. Oscura. Densa. Pesada.
Algo no iba bien. No sabía por qué, pero algo no iba bien. Tampoco sabía por qué me ponía así. Ya había pasado por esto. Muchas veces, más de las que me gustaría. Tenía experiencia. No tenía que exagerar así.
—No creo que sea exagerar —respondió la sombra a mi pensamiento.
¿Cómo?
—Ya nos conocemos desde hace mucho, Juan. Creo que es hora de que hablemos. Bueno —soltó otra risa gutural—, todo lo que podemos hablar contigo paralizado, claro.
Su voz era oscura, pesada, sofocante. Y yo había empezado a hiperventilar. Todas las alarmas en mi cerebro empezaron a saltar una tras otras, potentes como pinchazos en la cabeza. Todas me decían que tenía que moverme. Intenté hacerles caso, de verdad que lo intenté: concentré mis esfuerzos en los dedos de los pies, los de las manos, en la cabeza, los brazos, la piernas, todo. Pero nada funcionó. Lo único que se movió fueron mis ojos, que parecía no poder cerrar, y mi pecho al subir y bajar varias veces por segundo.
La sombra me miró fijamente durante mucho tiempo, al lado del borde de mi cama. Desde arriba. No sabía cómo podía saber eso, ya que sus ojos no tenían pupila: solo un torbellino carmesí que parecía centellear y girar, como si fluyera. Pero aún así sabía que estaba mirando dentro de mí, viendo mi terror. Y que le encantaba.
—Me ha gustado mucho venir todos estos años. Desde hace varios he estado observando desde fuera, para que no sospecharas, pero creo que ha llegado el momento.
Sentí una presión en la cabeza. Sabía que era su mano. Alargada, áspera como la corteza de un árbol. Pegajosa. Y caliente, muy caliente. Demasiado caliente. Me abrasó, pero no pude gritar.
—Me va a dar pena que termine nuestro viaje pero verás, me tengo que ir del país un tiempo, y no puedo retrasarlo más. Pero que sepas que te voy a echar de menos.
No entendí ni una palabra. O sea, objetivamente sí era capaz de entender lo que estaba diciendo, a pesar de que arrastraba la sílabas una tras otra, como si fueran una masa densa. Lo que no podía entender era el concepto, lo que trataba de decirme. Simplemente no podía.
Entonces lo vi. O lo sentí. no podía ver sus facciones, pero sentí que abría la boca. Demasiado. Mucho más de lo que una persona puede abrir la boca. Y sentí algo en el pecho, a pesar de que no me había tocado ahí.
Me sacó la respiración. La presión continuaba, como un imán que me atraía. Sentí que me iba a estallar la cabeza.
Entonces se agachó con un ruido como de quejido de madera contra metal.
Es curioso porque se supone que la parálisis del sueño ocurre... bueno, durante el sueño. Lo lógico sería que ahí me hubiera despertado de una pesadilla horrible. Pero sentí que pasaba al contrario, que me quedaba dormido.
Aunque me equivocaba. No me había dormido.
martes, 24 de marzo de 2020
Prompt 5: Space Opera
Sobre la importancia de estar atento a las luces rojas
Agobart silbó una melodía sin siquiera darse cuenta mientras recorría la última calle de su antepenúltimo planeta de ese día.
El sol rojo profundo de Mu Eta estaba casi poniéndose en el horizonte, y el aire se notaba un poco cargado, ya que la atmósfera era rica en nitrógeno. Tanto, que Agobart siempre tenía que llevar puesto el respirador en ese planeta. Pero se compensaba por las increíbles puestas de sol, y por los bonitos paisajes. No muchos seres "avanzados" eran capaces de vivir en esa atmósfera, por lo que la civilización era moderada, y la naturaleza había seguido sin prisa su curso durante milenios.
Se bajó una última vez de su furgoneta y echó la carta sellada en el buzón de una pequeña casa cuyo color azul contrastaba con la luz natural. Después, se volvió a subir y cambió la configuración de la furgoneta para poder despegar hacia el próximo planeta, Mu Theta.
Llegó en apenas una hora, ya que el sistema en el que se alojaba Mu Theta estaba a muy pocos años luz de Mu Eta.
Este sistema tenía una enana azul, muy cerca del fin de su ciclo. Sin embargo, aún había mucha población en este planeta, que se agarraba a su vida aquí hasta el último momento posible.
El planeta estaba casi en el extremo más alejado de la zona habitable de la estrella, por lo que Agobart tuvo que coger su abrigo más gordo y un gorro del asiento trasero antes de abrir la puerta y empezar con la primera ronda de entrega de cartas.
Había una pareja caminando al final de la calle, pero no había nadie más salvo algunos pájaros, ya que en esta zona de Mu Theta ya era de noche.
Sin darse cuenta, empezó a silbar la misma canción de antes, que pertenecía a un anuncio de cereales que había en su planeta natal cuando él era un niño. Pero él no se dio cuenta de esto, tan ocupado que estaba echando las cartas en un bloque de pisos muy alto, con más de treinta plantas.
Mientras las repartía todas, su mente divagó hacia las tareas que le quedaban pendientes. Tenía que entregar todas las cartas de ese sector del planeta, las clasificadas como "muy urgentes", y después tan solo le quedaban las del planeta Xi. Tras eso, podría ir a su casa y relajarse con un buen cuenco de sopa y los mimos de su perro mientras veía una película.
Volvió de nuevo a pensar sobre el cargamento de ese día. Le habían dicho que eran cartas muy importantes, e incluso había un par de paquetes que parecían bastante pesados según había visto. Tenía que entregarlas en el edificio de una de las embajadas, y no pudo evitar preguntarse qué era el contenido.
Dándole vueltas a las posibilidades, salió del edificio.
De hecho, de tan distraído que estaba no se dio cuenta de que las puertas de la furgoneta estaban abiertas hasta que el sonido de un potente motor despegando le hizo salir de su ensoñación.
Instantáneamente, sus dos corazones se le aceleraron en el pecho y su mente corrió a toda velocidad.
No. No podía ser. No podía haberle tocado a él.
Desde hacía unas semanas, habían circulado rumores de un ladrón de correo. No se las había creído, porque no creía que alguien fuera a tomarse la molestia de perseguir entre galaxias a un camión solo para robar un puñado de cartas, y mucho menos cuando la información realmente importante no se enviaba más por ese medio de comunicación.
Y, sin embargo, ahí estaba Agobart, sin lugar a dudas. Persiguiendo a un pequeño vehículo de un color gris oscuro, saliendo a la estratosfera del planeta a toda velocidad y sin parar de gritar maldiciones dentro de la cabina de la furgoneta.
Cuando salieron al espacio, el vehículo se mimetizó inmediatamente. Por suerte, Abogart ya había pensado en eso y había configurado su GPS (entre gritos e insultos al pobre dispositivo) para que siguiera al vehículo, aunque él no fuera físicamente capaz de verlo.
Entre enfadado y asustado, se quitó el chaquetón y el gorro y los lanzó de malas maneras al asiento del copiloto.
-No me puedo creer que haya sido así de estúpido -gruñó-. Y eso que había cerrado las puertas. ¿O no? Imagínate que se me olvidó cerrarlas. Me van a despedir. Si no cojo a ese malnacido mañana mismo me dan la patada. Cuando le agarre lo mato.
Siguió en piloto automático durante varios minutos, casi sin mirar a su alrededor de lo ofuscado y enfadado que estaba.
Quizá por eso tardó tanto en darse cuenta del piloto rojo que había salido en la esquina superior de una de las pantallas de control de la furgoneta.
Sin embargo, apenas reparó en eso se vio envuelto en un haz de luz cegadora, tan fuerte que, a pesar de los tintes y protecciones inteligentes especiales del cristal frontal, tuvo que taparse los ojos con el brazo y ahogar un grito de dolor.
Escuchó vagamente una pequeña alarma sonando, al mismo tiempo que algo chocaba con el lado derecho de la furgoneta y la hacía girar casi ciento ochenta grados sobre sí misma.
Después de un par de minutos, Agobart sintió un tirón particular de la gravedad, una sensación de fuerza que se le instaló en la boca del estómago y le recordó a la primera vez que se había subido a una montaña rusa de adultos. La luz se disipó tan rápido como había llegado
Esa sensación cobró forma, y se dispersó por todo su cuerpo hasta llegar a su aletargado y confuso cerebro.
Abrió los llorosos y doloridos ojos de golpe cuando se dio cuenta de lo que acababa de pasar.
-No -musitó-. No, no, no, ¡no, no, no! -con cada "no", el tono de su voz subía y se iba volviendo cada vez más histérico.
Tomó los mandos con manos temblorosas y trató de virar de nuevo la furgoneta, que parecía estar parada en medio de la nada. A su frente, una línea ancha de luz extremadamente brillante (la que acababa de atravesar) se extendía como un corte horizontal en el universo.
Miró las pantallas que había descuidado. Muchas luces brillaban y parpadeaban.
Todas eran rojas.
Un cartel encima de una de las pantallas brillaba y parpadeaba con un mensaje que había entrado hacía apenas unos minutos, más o menos al mismo tiempo que él debía haber entrado en la zona de luz:
Perdón :)
-Hijo de p...
El muy capullo del ladrón le había hackeado los sistemas de navegación. Había estado siguiendo un fantasma, y el fantasma le había llevado directo a...
-Un puto agujero negro. Vamos, no me jodas.
La furgoneta por fin había sido capaz de virar, y al mirar hacia delante, no vio nada.
Literalmente nada.
Es más, la nada más nada que había visto en su vida.
La nada más nada que alguien vivo podía ver a lo largo de su vida.
El periodo de luz había sido el horizonte de sucesos, y lo había cruzado como un campeón sin darse cuenta.
Y ahora estaba... Bueno. En un marrón, la verdad. Un marrón muy oscuro.
No sabía cuánto le quedaba, pero se echó hacia atrás en el asiento, tomando una respiración profunda.
Nadie sabía lo que pasaba a ciencia cierta cuando cruzabas el horizonte de sucesos. Solo que ya no se podía salir.
La pregunta era... ¿Qué rumbo de la paradoja le tocaría? ¿Empezaría en seguida a estirarse como un espagueti hacia el centro del agujero? ¿Se quedaría en ese limbo durante años, siglos, aparentemente quieto? ¿Se vería a sí mismo en el borde del horizonte de sucesos si la furgoneta se giraba de nuevo?
Suspiró, aparentemente calmado.
Sacó una manzana de la guantera y empezó a comérsela. A medio camino, su mano parpadeó durante un segundo.
Agobart ni siquiera se molestó en sorprenderse.
-Pues vaya mierda de día.
Agobart silbó una melodía sin siquiera darse cuenta mientras recorría la última calle de su antepenúltimo planeta de ese día.
El sol rojo profundo de Mu Eta estaba casi poniéndose en el horizonte, y el aire se notaba un poco cargado, ya que la atmósfera era rica en nitrógeno. Tanto, que Agobart siempre tenía que llevar puesto el respirador en ese planeta. Pero se compensaba por las increíbles puestas de sol, y por los bonitos paisajes. No muchos seres "avanzados" eran capaces de vivir en esa atmósfera, por lo que la civilización era moderada, y la naturaleza había seguido sin prisa su curso durante milenios.
Se bajó una última vez de su furgoneta y echó la carta sellada en el buzón de una pequeña casa cuyo color azul contrastaba con la luz natural. Después, se volvió a subir y cambió la configuración de la furgoneta para poder despegar hacia el próximo planeta, Mu Theta.
Llegó en apenas una hora, ya que el sistema en el que se alojaba Mu Theta estaba a muy pocos años luz de Mu Eta.
Este sistema tenía una enana azul, muy cerca del fin de su ciclo. Sin embargo, aún había mucha población en este planeta, que se agarraba a su vida aquí hasta el último momento posible.
El planeta estaba casi en el extremo más alejado de la zona habitable de la estrella, por lo que Agobart tuvo que coger su abrigo más gordo y un gorro del asiento trasero antes de abrir la puerta y empezar con la primera ronda de entrega de cartas.
Había una pareja caminando al final de la calle, pero no había nadie más salvo algunos pájaros, ya que en esta zona de Mu Theta ya era de noche.
Sin darse cuenta, empezó a silbar la misma canción de antes, que pertenecía a un anuncio de cereales que había en su planeta natal cuando él era un niño. Pero él no se dio cuenta de esto, tan ocupado que estaba echando las cartas en un bloque de pisos muy alto, con más de treinta plantas.
Mientras las repartía todas, su mente divagó hacia las tareas que le quedaban pendientes. Tenía que entregar todas las cartas de ese sector del planeta, las clasificadas como "muy urgentes", y después tan solo le quedaban las del planeta Xi. Tras eso, podría ir a su casa y relajarse con un buen cuenco de sopa y los mimos de su perro mientras veía una película.
Volvió de nuevo a pensar sobre el cargamento de ese día. Le habían dicho que eran cartas muy importantes, e incluso había un par de paquetes que parecían bastante pesados según había visto. Tenía que entregarlas en el edificio de una de las embajadas, y no pudo evitar preguntarse qué era el contenido.
Dándole vueltas a las posibilidades, salió del edificio.
De hecho, de tan distraído que estaba no se dio cuenta de que las puertas de la furgoneta estaban abiertas hasta que el sonido de un potente motor despegando le hizo salir de su ensoñación.
Instantáneamente, sus dos corazones se le aceleraron en el pecho y su mente corrió a toda velocidad.
No. No podía ser. No podía haberle tocado a él.
Desde hacía unas semanas, habían circulado rumores de un ladrón de correo. No se las había creído, porque no creía que alguien fuera a tomarse la molestia de perseguir entre galaxias a un camión solo para robar un puñado de cartas, y mucho menos cuando la información realmente importante no se enviaba más por ese medio de comunicación.
Y, sin embargo, ahí estaba Agobart, sin lugar a dudas. Persiguiendo a un pequeño vehículo de un color gris oscuro, saliendo a la estratosfera del planeta a toda velocidad y sin parar de gritar maldiciones dentro de la cabina de la furgoneta.
Cuando salieron al espacio, el vehículo se mimetizó inmediatamente. Por suerte, Abogart ya había pensado en eso y había configurado su GPS (entre gritos e insultos al pobre dispositivo) para que siguiera al vehículo, aunque él no fuera físicamente capaz de verlo.
Entre enfadado y asustado, se quitó el chaquetón y el gorro y los lanzó de malas maneras al asiento del copiloto.
-No me puedo creer que haya sido así de estúpido -gruñó-. Y eso que había cerrado las puertas. ¿O no? Imagínate que se me olvidó cerrarlas. Me van a despedir. Si no cojo a ese malnacido mañana mismo me dan la patada. Cuando le agarre lo mato.
Siguió en piloto automático durante varios minutos, casi sin mirar a su alrededor de lo ofuscado y enfadado que estaba.
Quizá por eso tardó tanto en darse cuenta del piloto rojo que había salido en la esquina superior de una de las pantallas de control de la furgoneta.
Sin embargo, apenas reparó en eso se vio envuelto en un haz de luz cegadora, tan fuerte que, a pesar de los tintes y protecciones inteligentes especiales del cristal frontal, tuvo que taparse los ojos con el brazo y ahogar un grito de dolor.
Escuchó vagamente una pequeña alarma sonando, al mismo tiempo que algo chocaba con el lado derecho de la furgoneta y la hacía girar casi ciento ochenta grados sobre sí misma.
Después de un par de minutos, Agobart sintió un tirón particular de la gravedad, una sensación de fuerza que se le instaló en la boca del estómago y le recordó a la primera vez que se había subido a una montaña rusa de adultos. La luz se disipó tan rápido como había llegado
Esa sensación cobró forma, y se dispersó por todo su cuerpo hasta llegar a su aletargado y confuso cerebro.
Abrió los llorosos y doloridos ojos de golpe cuando se dio cuenta de lo que acababa de pasar.
-No -musitó-. No, no, no, ¡no, no, no! -con cada "no", el tono de su voz subía y se iba volviendo cada vez más histérico.
Tomó los mandos con manos temblorosas y trató de virar de nuevo la furgoneta, que parecía estar parada en medio de la nada. A su frente, una línea ancha de luz extremadamente brillante (la que acababa de atravesar) se extendía como un corte horizontal en el universo.
Miró las pantallas que había descuidado. Muchas luces brillaban y parpadeaban.
Todas eran rojas.
Un cartel encima de una de las pantallas brillaba y parpadeaba con un mensaje que había entrado hacía apenas unos minutos, más o menos al mismo tiempo que él debía haber entrado en la zona de luz:
Perdón :)
-Hijo de p...
El muy capullo del ladrón le había hackeado los sistemas de navegación. Había estado siguiendo un fantasma, y el fantasma le había llevado directo a...
-Un puto agujero negro. Vamos, no me jodas.
La furgoneta por fin había sido capaz de virar, y al mirar hacia delante, no vio nada.
Literalmente nada.
Es más, la nada más nada que había visto en su vida.
La nada más nada que alguien vivo podía ver a lo largo de su vida.
El periodo de luz había sido el horizonte de sucesos, y lo había cruzado como un campeón sin darse cuenta.
Y ahora estaba... Bueno. En un marrón, la verdad. Un marrón muy oscuro.
No sabía cuánto le quedaba, pero se echó hacia atrás en el asiento, tomando una respiración profunda.
Nadie sabía lo que pasaba a ciencia cierta cuando cruzabas el horizonte de sucesos. Solo que ya no se podía salir.
La pregunta era... ¿Qué rumbo de la paradoja le tocaría? ¿Empezaría en seguida a estirarse como un espagueti hacia el centro del agujero? ¿Se quedaría en ese limbo durante años, siglos, aparentemente quieto? ¿Se vería a sí mismo en el borde del horizonte de sucesos si la furgoneta se giraba de nuevo?
Suspiró, aparentemente calmado.
Sacó una manzana de la guantera y empezó a comérsela. A medio camino, su mano parpadeó durante un segundo.
Agobart ni siquiera se molestó en sorprenderse.
-Pues vaya mierda de día.
lunes, 16 de marzo de 2020
Prompt 4: Año Nuevo Chino
Ravioles y pescado:
Kyon se tocó la espalda dolorida mientras veía el vapor salir del cocedor. Ya estaba casi listo, solo le quedaban un par más de minutos a los ravioles.
Mientras esperaba, con todo lo demás listo, puso la mesa en el comedor: un par de palillos, un mantelito individual, y un pequeño vaso lleno de agua.
Se quedó mirando por la ventana, pensativa. Podía escuchar desde su primer piso las risas y el bullicio de todo el mundo en la calle, e incluso pudo apreciar unos fuegos artificiales explotando cerca del horizonte.
El cielo estaba despejado esa noche, y las estrellas se veían claramente, la luna brillando por su ausencia.
Dando un suspiro profundo, volvió a la cocina. Caminó despacio, con las manos a la espalda. No tenía ninguna prisa.
Puso los ravioles en un pequeño cuenco, y el pescado que había cocinado antes en un plato llano, y se llevó ambas cosas de vuelta al comedor.
Generalmente, solía poner la televisión para entretenerse mientras cenaba, comía, o hacía alguna cosa. Pero ese día no tenía ganas de ver las noticias. No tenía ganas de escuchar las entrevistas y los vídeos de gente celebrando y de familias unidas.
Así que, en lugar de eso, se quedó observando distraídamente los fuegos artificiales y escuchando el alboroto por la ventana abierta.
Cuando los fuegos terminaron, su mirada se desvió inevitablemente al cuadro que había en el mueble al lado de la televisión. Llevaba toda la noche intentando deliberadamente no dirigir su mirada al cuadro, sabiendo que lo único que iba a hacerse era más daño, pero fue superior a sus fuerzas.
No podía pasar ni un día entero sin recordar la cara de su marido. Tan solo hacía cinco meses que les había dejado, que la había dejado, pero se le antojaba casi una eternidad. Y, aunque la foto había sido hecha poco después de su boda -hacía más de cincuenta años-, para ella él siempre había conservado la misma expresión de amabilidad y alegría, los mismos ojos oscuros que tanto añoraba.
Como se había esperado, se le empezaron a humedecer los ojos, y se le quitó el apetito.
Se levantó con los platos a medio comer, y los llevó a la cocina. No se atrevió a tirarlos, así que los dejó sobre la encimera y se fue a la sala de estar, donde tenían un pequeño balcón desde donde podía ver todas las festividades.
Se acordó de su hijo, Yan Yan, y de su nieta, Bo. Se habían tenido que ir hacía algo menos de un año a Europa, en busca de un trabajo mejor. Todos los meses le mandaba religiosamente parte de su sueldo, junto con una pequeña foto de algo que habían hecho ese mes. Bo, que acababa de cumplir veintitrés años, cada mes dejaba más de ser una adolescente y se convertía en una gran mujer.
-Dios mío -musitó, para sí misma, mirando distraídamente uno de los dragones que corrían en ese momento por su calle-, cómo os echo a todos de menos.
Yan Yan llamaba cada día o cada par de días como mucho, y ella siempre se alegraba de hablar con él. Por supuesto, también se alegraba de que él hubiera podido tomar esa oportunidad, y de que estuviera haciendo grandes cosas con su vida. Pero eso no quitaba lo mucho que odiaba estar separada de ellos. Sola.
Casi como si le hubiera invocado, su teléfono sonó desde la otra habitación. Kyon se apresuró para poder cogerlo, y la voz de su hijo la acogió con calidez y cariño. Igual que su padre.
-Hola, mamá.
-Hola, hijo -respondió ella, tratando de enmascarar su tristeza-. ¿Cómo estás? ¿Qué tal el año nuevo? ¿Vas a poder celebrarlo en casa esta noche?
Hubo un pequeño silencio antes de que su hijo respondiera.
-Sí, más o menos.
Kyon arqueó una ceja.
-¿Qué te traes entre manos?
Su hijo se rió, y a Kyon le pareció escuchar también la tintineante risa de Bo de fondo.
-Mamá, ¿me puedes hacer un favor?
-Sí, claro -respondió ella de inmediato.
-¿Recuerdas cómo te dije que se ponía él teléfono en altavoz?
-Creo que sí, espera.
Le costó un par de intentos, y por un momento pensó que había colgado sin querer, pero por fin consiguió que la voz de su hijo se escuchara por toda la salita.
-¿Y ahora qué? -preguntó, muerta de curiosidad, deseando saber qué se traían esos dos entre manos.
Entonces Yan Yan la guió por una serie de iconitos y botones, dictando y mandando que hiciera cosas, y ella le siguió en silencio, esperando no estar haciendo nada mal.
Después de unos minutos, consiguió abrir una aplicación de fondo azul, con una letra S metida dentro del dibujo de una pequeña nube. Su hijo le instruyó sobre qué poner, y en seguida consiguió entrar en una página que, sinceramente, no le decía nada.
-Dame un segundo, mamá. ¿Has cenado ya?
Ella miró extrañada el móvil.
-Estaba en ello -mintió.
-¡Genial! -respondió él.
Entonces se colgó la llamada. Kyon soltó una exclamación horrorizada. ¿Qué había hecho? ¿Por qué se había colgado?
Pero antes de poder volver a llamar, un mensaje parecido a una llamada apareció en la pantalla. Sin pensarlo, descolgó.
Y entonces se abrió ante ella una imagen. Era la cara de Yan Yan desde un ángulo muy cercano (y, la verdad, algo desfavorecedor), mirándola con una sonrisa enorme. Bo saludó de fondo, con la mano.
Detrás de ellos había una mesa completamente lista, con tres sitios preparados: dos sitios tenían comida, y el otro solo tenía un plato vacío.
Completamente soprendida, Kyon se tapó la boca con la mano. No se podía creer que pudiera verles, hablar con ellos mientras estaban tan lejos.
-¿Qué habéis hecho? -preguntó, anonadada.
Los dos volvieron a reír.
-¡Hola, abuela! -exclamó Bo, acercándose.
-¡Hola, cielo!
-Habíamos pensado que, ya que no hemos podido estar allí, podríamos cenar contigo por internet para celebrar el año nuevo.
-Pero... pero si ahí todavía es de día.
Su hijo se encogió de hombros.
-He pedido el día libre para poder hacerlo. ¿No decías que estabas cenando?
-Sí. ¡Sí! -mintió- Dame un segundo -corrió al comedor-. ¿Puedo dejar esto aquí? -inquirió, dejando con delicadeza el aparato sobre la mesa vacía. Se dio cuenta de que, arriba a la derecha de la pantalla, una pequeña imagen había estado capturando su cara, y ahora apuntaba al techo.
Sin darles tiempo a responder, corrió a la cocina y volvió a coger lo que se había dejado de cena. Además, cogió una botella de soja, y la usó como soporte para que el teléfono se sujetara sobre la mesa - era un truco que había visto por la tele hacía unos días.
Y después de eso, casi sin creer que fuera real, los tres compartieron una cena entre cotilleos, anécdotas, y recordatorios de cosas que habían hecho los tres o cuatro juntos, cuando su marido aún vivía.
Por un segundo, lo que pasaba fuera de la ventana de Kyon no le pareció un recordatorio de todo lo que había perdido, sino una celebración a todo lo que aún tenía y podía vivir.
Kyon se tocó la espalda dolorida mientras veía el vapor salir del cocedor. Ya estaba casi listo, solo le quedaban un par más de minutos a los ravioles.
Mientras esperaba, con todo lo demás listo, puso la mesa en el comedor: un par de palillos, un mantelito individual, y un pequeño vaso lleno de agua.
Se quedó mirando por la ventana, pensativa. Podía escuchar desde su primer piso las risas y el bullicio de todo el mundo en la calle, e incluso pudo apreciar unos fuegos artificiales explotando cerca del horizonte.
El cielo estaba despejado esa noche, y las estrellas se veían claramente, la luna brillando por su ausencia.
Dando un suspiro profundo, volvió a la cocina. Caminó despacio, con las manos a la espalda. No tenía ninguna prisa.
Puso los ravioles en un pequeño cuenco, y el pescado que había cocinado antes en un plato llano, y se llevó ambas cosas de vuelta al comedor.
Generalmente, solía poner la televisión para entretenerse mientras cenaba, comía, o hacía alguna cosa. Pero ese día no tenía ganas de ver las noticias. No tenía ganas de escuchar las entrevistas y los vídeos de gente celebrando y de familias unidas.
Así que, en lugar de eso, se quedó observando distraídamente los fuegos artificiales y escuchando el alboroto por la ventana abierta.
Cuando los fuegos terminaron, su mirada se desvió inevitablemente al cuadro que había en el mueble al lado de la televisión. Llevaba toda la noche intentando deliberadamente no dirigir su mirada al cuadro, sabiendo que lo único que iba a hacerse era más daño, pero fue superior a sus fuerzas.
No podía pasar ni un día entero sin recordar la cara de su marido. Tan solo hacía cinco meses que les había dejado, que la había dejado, pero se le antojaba casi una eternidad. Y, aunque la foto había sido hecha poco después de su boda -hacía más de cincuenta años-, para ella él siempre había conservado la misma expresión de amabilidad y alegría, los mismos ojos oscuros que tanto añoraba.
Como se había esperado, se le empezaron a humedecer los ojos, y se le quitó el apetito.
Se levantó con los platos a medio comer, y los llevó a la cocina. No se atrevió a tirarlos, así que los dejó sobre la encimera y se fue a la sala de estar, donde tenían un pequeño balcón desde donde podía ver todas las festividades.
Se acordó de su hijo, Yan Yan, y de su nieta, Bo. Se habían tenido que ir hacía algo menos de un año a Europa, en busca de un trabajo mejor. Todos los meses le mandaba religiosamente parte de su sueldo, junto con una pequeña foto de algo que habían hecho ese mes. Bo, que acababa de cumplir veintitrés años, cada mes dejaba más de ser una adolescente y se convertía en una gran mujer.
-Dios mío -musitó, para sí misma, mirando distraídamente uno de los dragones que corrían en ese momento por su calle-, cómo os echo a todos de menos.
Yan Yan llamaba cada día o cada par de días como mucho, y ella siempre se alegraba de hablar con él. Por supuesto, también se alegraba de que él hubiera podido tomar esa oportunidad, y de que estuviera haciendo grandes cosas con su vida. Pero eso no quitaba lo mucho que odiaba estar separada de ellos. Sola.
Casi como si le hubiera invocado, su teléfono sonó desde la otra habitación. Kyon se apresuró para poder cogerlo, y la voz de su hijo la acogió con calidez y cariño. Igual que su padre.
-Hola, mamá.
-Hola, hijo -respondió ella, tratando de enmascarar su tristeza-. ¿Cómo estás? ¿Qué tal el año nuevo? ¿Vas a poder celebrarlo en casa esta noche?
Hubo un pequeño silencio antes de que su hijo respondiera.
-Sí, más o menos.
Kyon arqueó una ceja.
-¿Qué te traes entre manos?
Su hijo se rió, y a Kyon le pareció escuchar también la tintineante risa de Bo de fondo.
-Mamá, ¿me puedes hacer un favor?
-Sí, claro -respondió ella de inmediato.
-¿Recuerdas cómo te dije que se ponía él teléfono en altavoz?
-Creo que sí, espera.
Le costó un par de intentos, y por un momento pensó que había colgado sin querer, pero por fin consiguió que la voz de su hijo se escuchara por toda la salita.
-¿Y ahora qué? -preguntó, muerta de curiosidad, deseando saber qué se traían esos dos entre manos.
Entonces Yan Yan la guió por una serie de iconitos y botones, dictando y mandando que hiciera cosas, y ella le siguió en silencio, esperando no estar haciendo nada mal.
Después de unos minutos, consiguió abrir una aplicación de fondo azul, con una letra S metida dentro del dibujo de una pequeña nube. Su hijo le instruyó sobre qué poner, y en seguida consiguió entrar en una página que, sinceramente, no le decía nada.
-Dame un segundo, mamá. ¿Has cenado ya?
Ella miró extrañada el móvil.
-Estaba en ello -mintió.
-¡Genial! -respondió él.
Entonces se colgó la llamada. Kyon soltó una exclamación horrorizada. ¿Qué había hecho? ¿Por qué se había colgado?
Pero antes de poder volver a llamar, un mensaje parecido a una llamada apareció en la pantalla. Sin pensarlo, descolgó.
Y entonces se abrió ante ella una imagen. Era la cara de Yan Yan desde un ángulo muy cercano (y, la verdad, algo desfavorecedor), mirándola con una sonrisa enorme. Bo saludó de fondo, con la mano.
Detrás de ellos había una mesa completamente lista, con tres sitios preparados: dos sitios tenían comida, y el otro solo tenía un plato vacío.
Completamente soprendida, Kyon se tapó la boca con la mano. No se podía creer que pudiera verles, hablar con ellos mientras estaban tan lejos.
-¿Qué habéis hecho? -preguntó, anonadada.
Los dos volvieron a reír.
-¡Hola, abuela! -exclamó Bo, acercándose.
-¡Hola, cielo!
-Habíamos pensado que, ya que no hemos podido estar allí, podríamos cenar contigo por internet para celebrar el año nuevo.
-Pero... pero si ahí todavía es de día.
Su hijo se encogió de hombros.
-He pedido el día libre para poder hacerlo. ¿No decías que estabas cenando?
-Sí. ¡Sí! -mintió- Dame un segundo -corrió al comedor-. ¿Puedo dejar esto aquí? -inquirió, dejando con delicadeza el aparato sobre la mesa vacía. Se dio cuenta de que, arriba a la derecha de la pantalla, una pequeña imagen había estado capturando su cara, y ahora apuntaba al techo.
Sin darles tiempo a responder, corrió a la cocina y volvió a coger lo que se había dejado de cena. Además, cogió una botella de soja, y la usó como soporte para que el teléfono se sujetara sobre la mesa - era un truco que había visto por la tele hacía unos días.
Y después de eso, casi sin creer que fuera real, los tres compartieron una cena entre cotilleos, anécdotas, y recordatorios de cosas que habían hecho los tres o cuatro juntos, cuando su marido aún vivía.
Por un segundo, lo que pasaba fuera de la ventana de Kyon no le pareció un recordatorio de todo lo que había perdido, sino una celebración a todo lo que aún tenía y podía vivir.
Prompt 3: Aracnofobia
Ventana abierta
Di los últimos pasos cautelosos hasta la puerta de mi casa, esa sensación de estar alerta ya instalada en la boca de mi estómago aliviándose ligeramente al saber que por fin llegaba a mi lugar seguro.
Normalmente estaba tensa en mi casa, alerta, por mi propia seguridad, pero era mucho peor cuando tenía que salir a la calle; no había nada que yo pudiera hacer para controlar mi entorno, para asegurarme de evitar que apareciera alguna.
Como siempre, saqué un pañuelo de mi bolsillo trasero, apenas fijándome en el tejido rosáceo del guante fino que llevaba puesto. Revisé, metódicamente, todos los resquicios que había en la puerta y en el quicio. Me alegré de haber tirado el felpudo hacía un par de meses: no servía para nada más que para ser el refugio de alguna araña, o de sus huevos.
Cuando por fin estuve segura de que la puerta estaba limpia, saqué mis llaves con mi otra mano enguantada, y las metí en la cerradura - no sin antes haber pasado el pañuelo por allí para asegurarme de que estaba limpia.
Nada más entrar, me golpeó ese fuerte olor a desinfectante con limón que usaba varias veces al día. Una parte de mí lo acogió como un olor confortable, que significaba la seguridad de mi hogar; pero otra parte de mí sintió nauseas ante la potencia.
Sin hacer caso a esa segunda parte, cerré la puerta y me quedé observando el pasillo principal de mi casa tan y como había estado observando el quicio antes: sin prisa, fijándome bien en todas las esquinas, para no perderme cualquier posible telaraña que hubiera podido aparecer en la hora que había estado fuera, haciendo la compra de la semana.
Por suerte, no había ninguna. Ni en el pasillo, ni en las puertas principales y de la cocina que se veían desde mi posición, ni tampoco en la mesita que había al lado de la puerta principal, que solo tenía una pequeña bandeja blanca simple para dejar las llaves - no tenía ningún adorno ni decoración más, solo servirían de reclamo y escondite para las arañas.
Fui al salón y, sin darme cuenta, ya había cogido el spray desinfectante y el plumero que había dejado especialmente para ese cuarto. Revisé y desinfecté el sofá con la cabeza en otra parte, sintiéndome agradecida por el servicio que te llevaba la compra a casa, pero sintiendo la horrorosa sensación de que tendría que revisar bien las bolsas para asegurarme de que no había ninguna araña ni ningún bicho dentro del que no se hubieran dado cuenta al traerlo todo. Se suponía que llegarían en alrededor de una hora.
Cuando por fin estuve a gusto con el resultado del sofá, me permití sentarme - en el medio, no quería estar pegada a los bordes del sofá por donde cualquier cosa podría subir-, y cogí el mando que había, solitario, encima de la mesita. Presioné el botón reojo, recubierto de plástico protector, y me decidí a buscar entre los canales para entretenerme hasta que llegara la compra.
Sin embargo, no me duró mucho el descanso, pues me di cuenta de que no había limpiado la mesita ese día.
El polvo, me susurró mi vieja amiga en la cabeza, avisándome, asegúrate de limpiarlo o podrá criar bichos.
Asentí, muy convencida de que esa voz tenía razón, y me dirigí hacia el baño, donde guardaba el limpiacristales.
Mis pasos se pararon en seco a mitad del pasillo, cuando una ligera corriente de aire fresco me acarició la cara. No. No podía ser que me hubiera olvidado...
Todos mis sentiros se agudizaron aún más de lo que ya estaban, y miré a mi alrededor frenéticamente, sin querer perdiendo el ritmo metódico y lento que siempre me obligaba a usar al revisar las cosas. Era demasiado urgente. Si me había dejado la ventana del baño abierta esa mañana, ahora podría haber cualquier cosa allí... En el baño, y el pasillo, o la casa entera... Mi respiración se aceleró exponencialmente.
Tengo que limpiarlo todo. Todo está expuesto, podría haber cualquier cosa.
Puse una mano -aún enguantada- en la pared para sostenerme, y me vino a la mente una imagen de mi hermana, que había estado visitándome hacía poco más de un mes. No la veía mucho, decía que no podía seguir como estaba. Yo, por mi parte, sabía que era ella la que estaba exagerando: no tenía ningún problema, era algo de lógica que quisiera mantener la casa limpia para que no entraran arañas, era una cuestión de salud.
Sin embargo, ella me hizo prometer que si me daban más de tres ataques de pánico en una semana, hablaría con una psicóloga de la que me había dado el número. Yo, sabiendo que nunca era para tanto, había aceptado.
Pero ya llevaba dos ataques, y ahora mismo tenía la sensación de que estaba al borde de otro.
-Vale -me dije en alto, respirando profundamente para calmarme-, no va a pasar nada. Voy a ir a cerrar la ventana, coger todas las cosas, y limpiar toda la casa. No va a haber ninguna araña, y seguro que no me va saltar encima ni va a... Vale, esto no está funcionando, voy a entrar.
Cerrando los ojos con fuerza, di el par de pasos que me separaban de la puerta del baño. Mis ojos se dirigieron a todos los rincones posibles con una rapidez pasmosa, y sentí el latido de mi corazón golpeándome en los oídos, hasta que era lo único que podía escuchar, aparte de mi trabajosa respiración.
Al no ver nada, cerré corriendo la ventana y me aproximé al cajón donde tenía los botes de lejía, pero antes de poder llegar, vi una sombra. Allí, en el techo a la derecha, algo de un marrón oscuro se movió ligeramente,
Sentí que se me paraba todo: el corazón, la respiración, los músculos, y hasta el cerebro se me paró durante una milésima de segundo, lo que tardé en procesarlo. Ante mis ojos, la araña creció en tamaño, hasta que sentí que podría aplastarme si se me caía encima.
Escuché un grito de fondo, y después de unos instantes, me di cuenta de que el grito estaba siendo mío.
No me puede estar pasando esto, no puede ser, simplemente no-
La araña se movió.
Todo se volvió negro.
Cuando abrí los ojos, lo primero que hice fue levantarme de golpe y mirarme el cuerpo, intentando sentir si tenía algo encima, si la araña se me había puesto encima.
Miré a mis manos, luego a la pared. Estaba vacía. Miré al resto del baño, resto de rincones.
Mi mano derecha, pared de en frente, brazo izquierdo, sobras del espejo, pierna derecha, váter, me palpé la cabeza mientras miraba a la ducha.
Nada, no había nada. Se había esfumado, pero sabía que estaba allí, en algún lugar.
Cuando me miré la mano de nuevo, me di cuenta de que el guante rosado estaba manchado de rojo.
Sangre. Realmente me había desmayado y me había golpeado la cabeza.
Me quedé allí, quieta como un pasmarote, pensando en todo lo que había pasado. La voz de mi hermana parecía estar gritándome al oído, sollozando.
Supe lo que tenía que hacer.
Casi como un zombi, me dirigí al salón y cogí el teléfono -no sin antes limpiarlo con un pañuelo-, y marqué los números que había en el papel de al lado, con la caligrafía de mi hermana.
Después de un par de toques, una voz femenina respondió.
-Clínica de Lorena Mora, ¿en qué puedo ayudarle?
Tomé una respiración profunda.
-Hola, eh... Me llamo Nadia, y creo que necesito su ayuda.
Di los últimos pasos cautelosos hasta la puerta de mi casa, esa sensación de estar alerta ya instalada en la boca de mi estómago aliviándose ligeramente al saber que por fin llegaba a mi lugar seguro.
Normalmente estaba tensa en mi casa, alerta, por mi propia seguridad, pero era mucho peor cuando tenía que salir a la calle; no había nada que yo pudiera hacer para controlar mi entorno, para asegurarme de evitar que apareciera alguna.
Como siempre, saqué un pañuelo de mi bolsillo trasero, apenas fijándome en el tejido rosáceo del guante fino que llevaba puesto. Revisé, metódicamente, todos los resquicios que había en la puerta y en el quicio. Me alegré de haber tirado el felpudo hacía un par de meses: no servía para nada más que para ser el refugio de alguna araña, o de sus huevos.
Cuando por fin estuve segura de que la puerta estaba limpia, saqué mis llaves con mi otra mano enguantada, y las metí en la cerradura - no sin antes haber pasado el pañuelo por allí para asegurarme de que estaba limpia.
Nada más entrar, me golpeó ese fuerte olor a desinfectante con limón que usaba varias veces al día. Una parte de mí lo acogió como un olor confortable, que significaba la seguridad de mi hogar; pero otra parte de mí sintió nauseas ante la potencia.
Sin hacer caso a esa segunda parte, cerré la puerta y me quedé observando el pasillo principal de mi casa tan y como había estado observando el quicio antes: sin prisa, fijándome bien en todas las esquinas, para no perderme cualquier posible telaraña que hubiera podido aparecer en la hora que había estado fuera, haciendo la compra de la semana.
Por suerte, no había ninguna. Ni en el pasillo, ni en las puertas principales y de la cocina que se veían desde mi posición, ni tampoco en la mesita que había al lado de la puerta principal, que solo tenía una pequeña bandeja blanca simple para dejar las llaves - no tenía ningún adorno ni decoración más, solo servirían de reclamo y escondite para las arañas.
Fui al salón y, sin darme cuenta, ya había cogido el spray desinfectante y el plumero que había dejado especialmente para ese cuarto. Revisé y desinfecté el sofá con la cabeza en otra parte, sintiéndome agradecida por el servicio que te llevaba la compra a casa, pero sintiendo la horrorosa sensación de que tendría que revisar bien las bolsas para asegurarme de que no había ninguna araña ni ningún bicho dentro del que no se hubieran dado cuenta al traerlo todo. Se suponía que llegarían en alrededor de una hora.
Cuando por fin estuve a gusto con el resultado del sofá, me permití sentarme - en el medio, no quería estar pegada a los bordes del sofá por donde cualquier cosa podría subir-, y cogí el mando que había, solitario, encima de la mesita. Presioné el botón reojo, recubierto de plástico protector, y me decidí a buscar entre los canales para entretenerme hasta que llegara la compra.
Sin embargo, no me duró mucho el descanso, pues me di cuenta de que no había limpiado la mesita ese día.
El polvo, me susurró mi vieja amiga en la cabeza, avisándome, asegúrate de limpiarlo o podrá criar bichos.
Asentí, muy convencida de que esa voz tenía razón, y me dirigí hacia el baño, donde guardaba el limpiacristales.
Mis pasos se pararon en seco a mitad del pasillo, cuando una ligera corriente de aire fresco me acarició la cara. No. No podía ser que me hubiera olvidado...
Todos mis sentiros se agudizaron aún más de lo que ya estaban, y miré a mi alrededor frenéticamente, sin querer perdiendo el ritmo metódico y lento que siempre me obligaba a usar al revisar las cosas. Era demasiado urgente. Si me había dejado la ventana del baño abierta esa mañana, ahora podría haber cualquier cosa allí... En el baño, y el pasillo, o la casa entera... Mi respiración se aceleró exponencialmente.
Tengo que limpiarlo todo. Todo está expuesto, podría haber cualquier cosa.
Puse una mano -aún enguantada- en la pared para sostenerme, y me vino a la mente una imagen de mi hermana, que había estado visitándome hacía poco más de un mes. No la veía mucho, decía que no podía seguir como estaba. Yo, por mi parte, sabía que era ella la que estaba exagerando: no tenía ningún problema, era algo de lógica que quisiera mantener la casa limpia para que no entraran arañas, era una cuestión de salud.
Sin embargo, ella me hizo prometer que si me daban más de tres ataques de pánico en una semana, hablaría con una psicóloga de la que me había dado el número. Yo, sabiendo que nunca era para tanto, había aceptado.
Pero ya llevaba dos ataques, y ahora mismo tenía la sensación de que estaba al borde de otro.
-Vale -me dije en alto, respirando profundamente para calmarme-, no va a pasar nada. Voy a ir a cerrar la ventana, coger todas las cosas, y limpiar toda la casa. No va a haber ninguna araña, y seguro que no me va saltar encima ni va a... Vale, esto no está funcionando, voy a entrar.
Cerrando los ojos con fuerza, di el par de pasos que me separaban de la puerta del baño. Mis ojos se dirigieron a todos los rincones posibles con una rapidez pasmosa, y sentí el latido de mi corazón golpeándome en los oídos, hasta que era lo único que podía escuchar, aparte de mi trabajosa respiración.
Al no ver nada, cerré corriendo la ventana y me aproximé al cajón donde tenía los botes de lejía, pero antes de poder llegar, vi una sombra. Allí, en el techo a la derecha, algo de un marrón oscuro se movió ligeramente,
Sentí que se me paraba todo: el corazón, la respiración, los músculos, y hasta el cerebro se me paró durante una milésima de segundo, lo que tardé en procesarlo. Ante mis ojos, la araña creció en tamaño, hasta que sentí que podría aplastarme si se me caía encima.
Escuché un grito de fondo, y después de unos instantes, me di cuenta de que el grito estaba siendo mío.
No me puede estar pasando esto, no puede ser, simplemente no-
La araña se movió.
Todo se volvió negro.
Cuando abrí los ojos, lo primero que hice fue levantarme de golpe y mirarme el cuerpo, intentando sentir si tenía algo encima, si la araña se me había puesto encima.
Miré a mis manos, luego a la pared. Estaba vacía. Miré al resto del baño, resto de rincones.
Mi mano derecha, pared de en frente, brazo izquierdo, sobras del espejo, pierna derecha, váter, me palpé la cabeza mientras miraba a la ducha.
Nada, no había nada. Se había esfumado, pero sabía que estaba allí, en algún lugar.
Cuando me miré la mano de nuevo, me di cuenta de que el guante rosado estaba manchado de rojo.
Sangre. Realmente me había desmayado y me había golpeado la cabeza.
Me quedé allí, quieta como un pasmarote, pensando en todo lo que había pasado. La voz de mi hermana parecía estar gritándome al oído, sollozando.
Supe lo que tenía que hacer.
Casi como un zombi, me dirigí al salón y cogí el teléfono -no sin antes limpiarlo con un pañuelo-, y marqué los números que había en el papel de al lado, con la caligrafía de mi hermana.
Después de un par de toques, una voz femenina respondió.
-Clínica de Lorena Mora, ¿en qué puedo ayudarle?
Tomé una respiración profunda.
-Hola, eh... Me llamo Nadia, y creo que necesito su ayuda.
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